domingo, 13 de diciembre de 2009

La libertad de elegir la elección



Acabo de escuchar las palabras de la Bachelet después de las elecciones. Y –era obvio- sobraron las típicas frases de siempre: debemos celebrar nuestra “cultura democrática”, nuestro “espíritu cívico”, la “madurez de nuestra democracia”, blablabla.

Frente al resultado de las elecciones, uno se ve tentado a adoptar la tesis que circula por estos días: el fracaso de la Concertación se debe a que no supo leer los cambios que ella misma produjo a partir de su proyecto modernizador: su propio éxito como proyecto histórico es lo que explica su fracaso. Seguir el argumento de esa tesis es interesante, pero fome.

Yo creo que el punto crucial reside en otra parte, pero su formulación como problema no va a aparecer en la tele. Y por una sencilla razón: hoy en día sostener ese problema resulta inverosímil, plantearlo es derechamente estúpido. ¿Cuál es ese problema? El problema es que desde que América Latina existe como región -es decir, como hibridez anclada al territorio-, nunca ha tenido la verdadera opción de elegir. Los términos de la elección siempre han estado ya (sobre)determinados por las élites. Se propone una falsa elección entre alternativas, un semblante de deliberación ciudadana donde finalmente no se trata más que de ratificar un resultado previsto. Desde sus orígenes, las elecciones se instalan y legitiman a partir de la polaridad entre modernidad o barbarie, entre supuesta administración (pos)política o politiquería bananera. Nada más que falsas dicotomías.

Después de la crisis de ese viejo sueño latinoamericano representado por el Estado de bienestar (que hoy algunos parecen querer resucitar a medias), la alternativa pareciera ser: o nos integramos -o acomodamos- al nuevo orden global posindustrial (asumiendo sus parámetros hegemónicos) o caemos a la deriva más allá de las ventajas de la modernidad, en las antípodas del desarrollo. ¿Qué implica una elección así? ¡Pero obvio, compadre, eso se llama chantaje! O digámoslo de otro modo: demuestra que nos están cagando….y hace rato. Toda posible alternativa que intente articular, traducir y canalizar los descontentos frente al modelo de desarrollo actual en una visión política es acusada de incoherencia o condenada de populista por parte de las élites económicas, políticas o mediáticas (que en Chile –y Piñera es la más pura encarnación de ello- siempre son las mismas personas). En fin, al chileno medio que plantee cierta alternativa se lo trata de inmaduro o derechamente de retrasado, alguien que aún no ha aprendido de la palabra del economista experto.

Está claro: las elecciones no se dan entre opciones políticas antagónicas; la verdadera elección de elegir aún no existe en Chile. Extremando el asunto, las cosas podrían plantearse así: ¿queremos vivir en un mundo en que la única elección pareciera ser entre la decadente civilización norteamericana y la China autoritaria y su capitalismo desatado? ¿Y es que acaso el “tercer mundo” no puede generar alternativas ante la ideología hegemónica mundial? Nuestra elección debiera ser entonces: ni lo uno ni lo otro. No debemos permitir que el anonimato tecnócrata y su reciente camuflaje liberal-multicultural nos impida pensar.

¿Dónde reside el meollo del asunto? El problema es la democracia. Sí, por estos días ando así de talibán. La democracia funciona como el espacio de una alternativa virtual: la perspectiva de cambio en el poder, la incipiente posibilidad de ese cambio; aquella promesa nos hace soportar las relaciones de poder existentes, y es más, se nos hacen tolerables debido a la imagen de una falsa apertura. La democracia es puro legalismo formal que garantiza que los antagonismos sociales sean absorbidos en la falsa estabilidad de los consensos. Una alternativa que intentó romper dichas coordenadas políticas fue lo que Ernesto Laclau y Chantal Mouffe llamaron “democracia radical”, un proyecto que consiste en la pluralización de las luchas sociales ancladas en las nuevas estructuras del capitalismo contemporáneo (“posmarxismo” se lo llamó). La apuesta era demostrar que la democracia es el nombre de una forma política que vuelve explícita la contingencia de sus fundamentos. Sin embargo, ese proyecto –que nunca dejó de ser meramente teórico- pasó piola, nadie lo pescó seriamente. Y era obvio, si llegar a entenderlo es una joda.

Hace 20 años, inmediatamente después de la caída del muro de Berlín, el supuesto colapso de las utopías fue seguido por el predominio de la última gran utopía: la democracia capitalista liberal (global) como el “fin de la historia”. A partir de entonces, la hegemonía democrática es la hegemonía de la desmentida: “yo se bien que la estructura social está como la callampa, pero aún así voto por el orden democrático”. A eso el viejo Marx lo llamaba simplemente “ideología”. Y punto.

La nueva izquierda de los 90’ (hace un tiempo se la llamaba “tercera vía”) ha terminado por hacer el trabajo de los liberales conservadores en economía. Pareciera que hoy la única manera de ser capitalista es camuflándose en la mascarada socialdemócrata. Ellos quisieron mostrarnos un capitalismo globalizado con rostro humano. De hecho, no otra cosa ha sido la Concertación.

Seguimos concibiendo la política como el arte de lo posible. Pero cuando ya no es posible seguir dentro de los parámetros de lo posible, necesitamos de un gesto utópico que cambie las coordenadas. Lo imposible es sólo imposible dentro de las coordenadas del orden socio-simbólico existente: sólo un gesto imposible puede cambiar lo que es estratégicamente posible dentro de una constelación histórica.

Claro, la lucha democrática no debe ser fetichizada, decía la antigua izquierda. Pero ahora somos demasiado pajeros –perdón, demasiado civilizados- para aventurarnos a otros caminos. Ahora parece que estamos resignados frente a las formas contemporáneas de la política: la despolitizada administración pragmática de los insípidos tecnócratas o el populismo patético y teatral de Hugo Chávez. Ninguna de esas formas cuestiona realmente la democracia liberal.

Es urgente el acontecimiento que produzca un excedente extrasistémico, horizontes de sentido que desborden cualquier institucionalización. ¿Acaso que Chile sea uno de los países más desiguales del mundo no es motivo suficiente para que nos creamos el cuento? El problema es que Chile es un país extremadamente conservador…y pajero (finalmente ME-O tenía razón: "los héroes están fatigados"). El otro día me tocó entrevistar a una vieja cuica que me decía que estaba de acuerdo con la detención por sospecha, y yo pensé “ah, vieja culiá”, pero después me enteré que la mayoría de la población piensa lo mismo (o sea que Chile entero es un país culiao). En el día en que esa vieja (es decir, todos los chilenos) celebran la “fiesta de la democracia”, yo simplemente digo: señor ciudadano, ¡váyase a la mierda!


P.D.: Porsiaca -y para evitar mal entendidos- declaro que voté. Sí, por Jorge Arrate y Guillermo Teillier, diputado que aquí en San Miguel salió electo…y lo celebro, pero no dejo de tener una sensación amarga en este día. Y sin embargo, pienso positivo: por suerte aquí no salió una mina tan hueca como Marcela Sabat.

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