domingo, 13 de julio de 2008

El objeto petit i-Phone


El sistema de los objetos es cosa curiosa. Hoy, tanto en Chile como en el resto del mundo, existe una locura generalizada dentro del ambiente tecnologizado por la llegada del nuevo celular-ipod iPhone 3G. Tal aparatito se ha convertido en la nueva sensación que hace que incluso ya exista una lista de espera para obtenerlo. Es tanta la parafernalia, que incluso el iPhone fue elegido como invento del año por la revista Time en 2007, y posicionó a Steve Jobs (gerente de Apple) como una de las personalidades más influyentes en el público consumidor. En Chile, la fiebre del celular -representada caricaturescamente por el icono del “Aló, Faúndez”- ya es archiconocida. Ahora se abre en las empresas de telecomunicaciones una nueva carrera por obtener la exclusividad de la distribución del nuevo objeto del deseo.

La verdad es que no conozco las características y funcionalidades tecnológicas que ofrece el nuevo iPhone, pero sí logro distinguir la funcionalidad que obtiene dentro de la economía del deseo de los sujetos. Creo que el iPhone viene a ocupar un lugar dentro del sistema de los objetos de consumo que actualmente desempeña una función análoga a aquello que Lacan denominara el “objeto petit a” (objeto causa del deseo).

Existe un vacío estructural en los objetos a causa del cual ningún producto es realmente lo que ofrece. Dicho de otro modo, ningún producto está a la altura de las expectativas que abre dentro de la economía psíquica de los sujetos. Lo que revela el objeto iPhone y toda la parafernalia que gira a su alrededor es la fórmula misma de los productos que prometen más de lo que inherentemente son. Tal como lo sostiene Žižek, la función última de ese plus es compensar el hecho de que ninguna mercancía cumple efectivamente su promesa fantasmática: completarme, hacerme la vida más feliz, todo será mejor una vez que obtenga dicho objeto, etc., etc. Nuevamente estaríamos frente a la estructura propia de la mercancía, aquella que se inscribe dentro del orden del fetichismo (de la mercancía) del que ya hablara Marx.

Lo crucial en este punto es que existe una homología entre esa estructura de la mercancía y la estructura del sujeto moderno producido al interior del discurso capitalista. Dicho en breve: la esencia de nuestra subjetividad es un vacío que se llena con apariencias. En efecto, el tipo de subjetividad que se produce en este tipo de sociedades es una de las principales formas de capital que permiten al capitalismo seguir su curso de reproducción y metástasis. Como ya lo sostuviera Lacan, el discurso capitalista se sostiene en la promesa fantasmática que supone que el “objeto a” (plus de goce) puede ser integrado. El capitalismo es la primera forma de sociedad, el primer modo de producción que ha logrado capturar algo constitutivo de la propia conformación de la subjetividad. Es la primera vez en la historia que hay una suerte de coincidencia entre la estructura del sujeto y una forma de dominación que ha sabido apoyarse en tal estructura: a través de la lógica del ideal anónimo del mercado se asume el valor de la “falta” (vacío) inherente en el sujeto como aquello que hay que saber completar a través del sistema de los objetos.

Nuestra economía del deseo es cosa curiosa. El objeto iPhone viene a demostrar el hecho de que la lógica del capitalismo contemporáneo no es una lógica del consumo, sino más bien del deseo. Las apariencias (no) engañan.

Álvaro

sábado, 5 de julio de 2008

Traducir lo cotidiano


“La estética de las diferentes clases sociales no es pues, salvo excepción, más que una dimensión de su ética, o mejor, de su ethos”.

Pierre Bourdieu



Siempre me han fascinado los pequeños eventos diarios o lo que es del orden de lo mínimo. Hace un par de semanas vimos Lo bueno de llorar, la última película del que quizás es el mejor cineasta chileno del momento: Matías Bize. Y me encantó. ¿Por qué? porque ese modo de narrar lo que nos pasa en un retazo de nuestras vidas, ese modo de develar la conversación ordinaria, sus silencios y sus rostros es una verdadera práctica transformadora, todo un “arte de hacer”.

Siempre me ha fascinado lo cotidiano, ese reducido campo de proliferación de historias y vivencias heterogéneas que se multiplican con el desmoronamiento de las estabilidades locales. Como decía Michel de Certeau en La invención de lo cotidiano, las prácticas cotidianas producen sin capitalizar, sin dominar el tiempo.

Lo sublime de Lo bueno de llorar no es cómo relata la intimidad y el quiebre de una pareja, sino el modo de encarar el detalle, los largos silencios que acompañan el caminar por las calles, los pasajes de rostros inexpresivos (y por eso, excesivamente expresivos). Largos planos minimalistas que no van hacia ninguna parte, sólo siguen e insisten en mostrar los pasos.

En efecto, la maravilla de una obra de arte reside en que nos desoculta aquello que no vemos comúnmente. Decía Heidegger que en la cercanía de la obra de arte pasamos de súbito a estar donde habitualmente no estamos. Nunca vemos lo cotidiano. Nunca estamos en lo cotidiano precisamente porque lo damos por visto. Y es que el orden social funciona sólo si es inconsciente.

Existe otra película que me recuerda esa sensación de cotidianeidad. Lost in translation de Sofía Coppola nos golpea con un exceso de cotidianeidad en determinadas secuencias de imágenes. Tal exceso hace conciente aquello que por naturaleza debería quedar en el orden de lo implícito. No hay nada que envuelva mejor el tiempo que las imágenes. El cine, pura imagen en movimiento, viene a significar lo socialmente dado. La imagen cinematográfica es traducción de lo cotidiano.

¿Cómo puede ocurrir aquel desplazamiento que arroja a lo cotidiano fuera de su cotidianeidad, cómo se da este descentramiento de lo cotidiano? Dicho desplazamiento está mediado por la función artística. El arte está condenado a significar, no puede suicidarse en la función de lo ya visto. El discurso del arte moderno trata de significar del mismo modo que los objetos en su cotidianeidad. ¿Por qué? No es otra cosa que la subjetividad tratando de reconciliarse con su propia imagen.

Cada vez más las películas han pasado a ser objetos que no plantean ningún problema al entorno, no perturban el orden del mundo contemporáneo. Cada vez más las películas son pura parafernalia de efectos especiales, espacio de circulación y de conexión efímera: pura instantaneidad. Lo que fascina a todo el mundo es que la realidad esté corrompida por los signos. Es el triunfo de la simulación (forma desértica de lo social). Todo está hecho para ser visto sin ser contemplado: es la pura transparencia de las redes (no hay traducción), soberaría de la pulsión escópica del espectáculo. El imperativo categórico del espectáculo es la extraversión forzada de toda interioridad y la introyección forzada de toda exterioridad. En cambio, en el complejo mundo de lo cotidiano el espacio se hace fractal y holográfico: cada fragmento contiene el universo entero.

El efecto cotidiano es el más difícil de producir (o de captar). Nuevamente allí reside lo sublime de Lo bueno de llorar. Pero ¿qué es lo cotidiano? la cotidianeidad es la diferencia en la repetición, decía Baudrillard. En lo cotidiano lo que se repite no es “lo mimo”, sino “lo diferente”, lo que nunca se hace presente. Tanto en Lo bueno de llorar como en Lost in translation la realidad social es obscenamente cotidiana. La soledad compartida en la vida de los personajes bordea los límites del tedio.

El interés por la vida cotidiana –decía Norbert Lechner- se debe a un descontento y malestar con la misma: quiebre de los hábitos, disolución de las expectativas acostumbradas que remece nuestra sensibilidad. Al enfocar con la cámara los detalles de la vida cotidiana se hace posible contemplar la materia prima con la que construimos nuestras pautas de convivencia social y cómo deviene en orden natural: la vida cotidiana es una cristalización de las contradicciones sociales, permite explorar la textura de la sociedad.

Toda obra –decía Bourdieu- es hecha dos veces: por el creador y por el espectador (o por la sociedad a la que pertenece el espectador). Cadenas de miradas nos atan a la tierra. Lo cotidiano es el lugar privilegiado para contemplar lo que hemos hecho de nosotros mismos.

Álvaro