viernes, 17 de julio de 2009

Escenas del amor crucificado




Lobo de mar anclado en la ciudad, cansado de olvidar una mujer en cada puerto”…

Fito Páez y Joaquín Sabina. Deliriums Tremens

Aquí, junto a la resaca que es mi fiel purgatorio, confesiones de una máscara en su historia del ojo cegado. Montaje en cuatro escenas. Historia de cuatro personajes.

La lógica del encuentro del hombre con las mujeres. Desastrosa. Sigue un curso de retorno incesante, devastador. Primero, seducción: juego de fascinación por la mujer y luego, enamoramiento ante la captura idealizada del otro. Segundo, desprecio: degradación del objeto de amor, coerción ante la exigencia de lo imposible, y después angustia frente al uso del fantasma del otro. Tercero, arrepentimiento: aparece la culpa y la búsqueda de redención a través de una entrega febril. Finalmente, humillación: ante el rechazo del arrepentimiento, el hombre se ofrece como un ser miserable, rogando perdón, produciendo lástima. Todo ese ciclo es el naufragio del hombre. Todo eso junto son mis cuatro personajes: Don Giovanni, Casanova, Oliveira, Ulises. Sin ellos, ya no habría ecce homo.

Si el montaje asume la palabra, es porque el lenguaje me alcanza como piel: froto mi lenguaje contra el otro. Y allí el otro hace temblar de deseo mis palabras. Me es imposible hablar de Ella o sobre Ella, puesto que todo atributo es falso: Ella es inclasificable. Por eso las cuatro escenas obedecen a una relación sin topos, sin lugar, sin discurso. Y sin embargo...

Escena I: el puerto de Don Giovanni

“In Italia seicento e quaranta,

in Lamagna duecento e trantuna,

cento in Francia, in Turchia novantuna,

ma in Ispagna son già mille e tre...mille e tre”

1. “Mille e tre”. Así el canto en la escena que muestra el recuento que Leporello hace de las conquistas de Don Giovanni; así el modo en que el sirviente de Don Juan quiere consolar a la atractiva Doña Elvira. Quien haya visto tal escena en la ópera de Mozart, reconocerá en ella la esencia del conflicto donjuanesco. Toda la historia gira en torno a tal escena y la consuma con sus movimientos: cuando Leporello hace reproches a su señor por la vida lujuriosa que lleva, Don Giovanni no entiende por qué debería abandonar su incesante búsqueda de las mujeres; cuando Leporello quiere saber por qué su señor traiciona a todas las mujeres, el seductor no puede responder otra cosa: "ser fiel a una significa traicionar a las otras". Si el "mille e tre" toca el corazón del acto es porque revela que las mujeres sólo pueden ser poseídas una-a-una, una-por-una. Sí, “mille e tre” es el anverso del Uno de la fusión universal. No, “mille e tre” no puede ser el destino ebrio de nuestros cuerpos.

2. Conozco dos modos bastante miserables de interpretar el “mille e tre” donjuanesco. El modo más patético corresponde al típico argumento cristiano y es de un marica llamado Kierkegaard: se deben abandonar todas las distinciones para poder amar al prójimo. Allí donde la amistad y el amor erótico están determinados por su objeto, el verdadero amor al otro está determinado por el amor y por nada más que el amor. El amor genuino es sin cualquiera de las cualidades contingentes que hacen la diferencia en el objeto. El amor no se motiva por un objeto determinado, sino por la mera forma del amor. En definitiva, se trata del amor como causa de sí mismo: el amor perfecto es el eclipse que nos hace completamente indiferentes hacia el objeto amado. Anulo al objeto amado bajo el peso del amor mismo: por una perversión típicamente amorosa lo que amo es el amor y no el objeto.

3. Si es así, entonces Don Giovanni es el amante verdadero, el único que cumple con la condición del amor auténtico. La serie de conquistas de Don Juan comparte esa indiferencia hacia el objeto. Recuérdese la larga lista de conquistas que registra Leporello: flacas, gordas, bellas, feas, grandes, chicas, nobles, pobres, burguesas, baronesas. Para Don Juan, la calidad del objeto seducido no importa. Si Don Juan es el seductor por excelencia, si sus conquistas son puras, es porque no son contaminadas por las características contingentes del objeto. Es la bella indiferencia frente a la belleza imperfecta que duerme adentro de la carne. Pero si la condición del amor es la indiferencia hacia el objeto, entonces el otro que se ama no puede ser más que un otro de suspiro cadavérico, un otro muerto. Y entonces el de Kierkegaard no es más que un cobarde intento de escapar a la violencia del amor. Un gesto con olor a suicidio. Un asco.

4. Amar al otro no es sin arriesgarse. Amar no es sin catástrofe. El amor verdadero nunca es una relación simétrica entre dos seres, puesto que la pasión de cataclismo que supone hiere necesariamente al objeto, no puede dejarlo intacto. Por ello, la indiferencia que pertenece al amor auténtico no es la indiferencia hacia la contingencia del objeto, sino la indiferencia hacia las propiedades del objeto amado. Por ejemplo, decir “te amo porque…(tienes lindos ojos, un bonito culo, blablablá)” es siempre falso. Al igual que con la creencia religiosa, no te amo porque encuentre atractivo tu par de tetas, sino que encuentro tus tetas atractivas porque amo y mantengo una mirada de amante: te hago entrar en mi fantasma. Encuentro en mi vida cientos de cuerpos, todos los días caminan frente a mí; de esos centenares puedo desear muchos; pero, de esos muchos, no amo sino uno: el tuyo. La geografía del cuerpo del otro del que estoy enamorado designa la especificidad cartográfica de mi deseo. Todos los rasgos encarnados que amo en ti son representantes del vacío misterioso que realmente amo. Y si cada uno de esos rasgos fueran borrados, te seguiría amando. A pesar de mí y de ti.

5. El otro modo de interpretar el “mille e tre” es definitivamente una mierda, pero tiene la ventaja de alejarse de las mariconadas, aunque me desespera con el umbral que abre entre las piernas del ser. La apuesta de Lacan es que Don Juan es un mito esencialmente femenino. Si el “mille e tre” es posible, es porque la mujer, en su condición accidentada de ser sexuado, es “no-toda”. Mujer, delirante acantilado, catedral desconocida: Don Giovanni está en una incesante búsqueda inconsciente de "LA MUJER", repitiendo una y otra vez una impostura masculina que hace de él mismo un objeto que circula en la larga lista de mujeres que conquista. Si el “mille e tre” denota la condena originaria de Don Giovanni, es porque, al confrontarlo con el “una por una” femenino, hace de la recuperación del goce sexual una operación imposible de contabilizar. Doña Ana sabe que su valor depende de no perder su privilegio de ser la mujer de excepción, sabe que no hay que estar incluida en la lista de Leporello. Las mujeres saben cómo procede el hombre para encontrarlas, aunque siempre terminan cediendo a la fantasía de redimir el pecado original del hombre. ¿Por qué? No sé. A fin de cuentas, Doña Elvira era tan puta como Don Giovanni, más puta que la virginal Belladona, sublime pornostar de nuestros días.

6. ¿Y si salimos de la ternura santurrona del amor y entramos al juego perverso de la seducción? Seducir es una maldición. Infinita mala raja. No por casualidad Baudrillard hablaba de la seducción como crimen originario. Y es que la seducción es del orden del artificio; trabajo del cuerpo a través de lo ritual (como el ronroneo del gato, juego libidinal de indiferencia con los otros, puro goce masturbatorio que todos envidiamos). Allí reside el secreto de Don Giovanni. Y allí reside también el carácter subversivo de la seducción, en esa irreconciliación con el otro, en la afirmación de la extrañeza de lo otro. La seducción tiende siempre a descentrar respecto a la identidad: es la insistencia de la alteridad radical. Seducción viene de se-ducere: llevar aparte, desviar de su vía, desplazar; producir viene de pro-ducere: poner las cosas en la obscenidad de la mirada. La seducción no es producción. La seducción saca las cosas del orden de lo visible. Es mantener latente el secreto. La seducción pone en juego al deseo de manera femenina. Si lo femenino seduce, es porque siempre está en otra parte, nunca está donde se piensa. Nunca sabemos en realidad lo que quiere decir una mujer (dice “No” cuando quiere decir “Sí”). La mujer es mascarada, travestismo: todo es maquillaje, teatro…seducción. Simulacro. Por eso hay un miedo a ser seducido. No nos engañemos, para seducir es preciso haber sido antes seducido. En ese juego de uno con el otro se quiebra la lógica del sujeto/objeto. Es un remolino del que no se sale ileso. En su Diario de un seductor, Kierkegaard, en un intento de justificarse frente a la pobre Cordelia, su amada imposible, realiza un ejercicio desesperado. Pero no es Cordelia quien merece nuestra compasión, sino ese pequeño hombre miserable que escribe su diario y recibe como respuesta: “Sí, soy tuya, tuya, tuya: soy tu maldición”. Otra vez: seducir es una maldición. Siempre lo supo Don Giovanni. Y ahora, después de una temporada en el infierno, lo sé yo.

7. El discurso amoroso es hoy de una extrema soledad. Tal era el diagnóstico de ese concheta de los discursos que se conoce como Barthes. Pero no. Toda la violencia del amor se pierde al analizar ese discurso como si estuviese disecado. Sólo otro hijo de puta puede reducir lo amoroso a un simple objeto sintomático. Hay que enfrentar lo que el amor tiene de intratable. Ese es el mérito de Don Giovanni: llevar el amor a ese extremo donde se devela su secreto, allí donde se deshace en pura seducción. Al sustraer al amor de su sentido, la seducción nos hace intratables.

8. Silencio.

Ulises, el crucificado

P.D.: Ella dijo: Porque necesito conquistar al amor de mi vida invitándolo a ese concierto y no tengo plata para comprarlas. Hay dos canciones que son claves en nuestra historia. Y él escuchó: más allá del bien y del mal, tú y yo tal para cual, sueltos en el jardín riendo para no llorar