lunes, 8 de diciembre de 2008

¿Por qué el amor es diabólico?


En el mundo occidental existen dos maneras de explicar el origen de lo "diabólico”. En términos etimológicos, el rasgo compartido por dichas explicaciones es que inevitablemente refieren a la tradición judeo-cristiana, por cuanto la figura del diablo forma parte de esa tradición de una manera específica.

En efecto, podemos entender por un lado la figura del diablo como una traducción cristiana del término griego “daimon” (divinidad). Es decir, frente al universo plural de divinidades paganas, el cristianismo habría valorado negativamente lo “daimónico” como diabólico, es decir, la encarnación del mal. La otra forma de explicar el origen de lo diabólico es partir de la definición de “diabolos” en tanto acto de separar y dividir el Uno en Dos, es decir, precisamente lo opuesto del “symbolos” o acto de reunir y unificar. Dicho de otro modo, el diabolos es el rasgo que perturba la armonía existente del Uno. Así, la posición cristiana es radicalmente diferente de las enseñanzas paganas: el acto de la separación, de trazar una diferencia, de apegarse a un elemento que perturba el equilibrio del Todo, es el acto diabólico por excelencia.

Es por ello que el amor no puede dejar de ser radicalmente violento e inherentemente diabólico. Frente a la indiferencia budista de sofocar todas las pasiones que tratan de establecer diferencias, el amor es una pasión violenta que introduce una diferencia, una brecha en el orden del Ser: el amor es violencia en acto que privilegia y eleva a algún objeto por encima de otros. Si el amor es violencia no es sólo por el dicho vulgar que dice “quien te quiere, te aporrea”, sino porque la elección que supone el amor es en sí misma violenta, ya que arranca un objeto de su contexto y lo eleva a la categoría de la Cosa sublime (el “Das Ding” freudiano y lacaniano).

Ya Freud había demostrado cómo la elección de objeto de amor puede causar perturbaciones en el aparato psíquico de los sujetos, y cómo dicha perturbación reside en la naturaleza misma de la pulsión sexual que desborda permanentemente las posibilidades de tramitación psíquica. Lo problemático es que la significatividad psíquica de la pulsión aumenta cuando es frustrada. Y es que el objeto (de amor) de la pulsión nunca es el originario, sino que siempre es un sustituto que nunca satisface plenamente. De allí que si la falta de permanencia en la elección de objeto de amor es explicable, es por la paradoja de la pulsión misma. En otros términos, la pulsión establece una fisura en el Ser: la pulsión es diabólica.

Ahora bien, no por casualidad en el imaginario colectivo el origen del Mal es una mujer (y más aún, una mujer hermosa). Eso ya está en la Biblia. La mujer hace que los hombres pierdan su equilibrio, desestabiliza el universo por la introducción del deseo. Por la mujer todas las cosas adquieren un tono de parcialidad pulsional.

Ese mismo imaginario universal se reproduce en las imágenes míticas de la cultura popular contemporánea. De hecho, se reproduce en la conversión del “buen” Anakin Skywalker en el "diabólico" Darth Vader en Star Wars de George Lucas. El joven Anakin se convierte en Darth Vader e ingresa al camino del “lado oscuro de la fuerza” (lo diabólico) no sólo porque busca patológicamente el poder, tampoco porque se apega patológicamente a las cosas, o porque no puede elaborar el duelo que supone la muerte de su madre. No se trata sólo de que Anakin no pueda tolerar la pérdida, sino de que está enamorado. Es decir, lo que lo impulsa al lado oscuro es por sobre todo su amor por la princesa Amidala, el hecho de que no puede asumir su pérdida, o la esperanza de que podrá salvar al objeto amado de la muerte. Lo que hace “diabólico” a Anakin es el amor por la mujer.

Allí reside precisamente el secreto del amor: ¿no es acaso la mujer la encarnación del diabolos? En esto soy radicalmente cristiano: no es el amor, sino la mujer lo que introduce lo diabólico en el mundo, la ruptura en la continuidad del Ser. Dios nos libre de su diabólico encanto. En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo…

Álvaro

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