Hace unas cuantas semanas fuimos con Alicia a ver el comentado documental La revolución de los pingüinos. Dos cosas me parecieron de lo más relevante en el documental: el conflicto constante entre los propios miembros del movimiento estudiantil (y su manejo notable por parte de la asamblea de los estudiantes), y el aún no resuelto conflicto entre dicho movimiento y las autoridades de gobierno (y su manejo errático y desfalleciente que culmina en la impotencia actual). Días más tarde me encuentro con que ese segundo elemento (la impotencia) reaparece en un “pasaje al acto” sin duda paradigmático: el jarrazo que María Música le arroja sin contemplaciones a la ministra de Educación. Lo lamentable es ver cómo los medios de comunicación se dedican a banalizar y deslegitimar aquel acto, llegando incluso a psicologizar e individualizar un gesto que en su estructura es colectivo. Sí, colectivo. Lo que en un nivel manifiesto aparece como simple mala educación de una adolescente, a nivel latente constituye un efecto colectivo, la manifestación focalizada de un verdadero síntoma social. Creo que es posible identificar al movimiento estudiantil del 2006 como este síntoma, en la medida en que hizo posible un análisis crítico de la educación que se releva, desde el argumento del discurso hegemónico, como el “gran eslabón” del desarrollo, pero que, al mismo tiempo, aparece como aquel lugar donde las desigualdades, las relaciones de dominación y los conflictos latentes se hacen evidentes. La educación entonces hace emerger una suerte de “formación de compromiso” entre las promesas de igualdad y la crítica de la persistencia de la desigualdad y reproducción de las relaciones de dominación.
En los últimos años ha acontecido una recomposición lenta y tardía del sistema de actores sociales, cuestionando las formas tradicionales de acción colectiva y cuestionando a la democracia como mero rito formal de legitimación en el plano político de los mecanismos de mercado. Ante la ausencia de una verdadera democratización social, emerge la necesidad de una alternativa al modelo de desarrollo, en función del fortalecimiento de las referencias simbólicas de la acción colectiva que pudieran sobrellevar la fragilidad de las bases culturales de la democratización política. Es en ese contexto que emerge el movimiento estudiantil, institución que históricamente ha generado tácticas de poder instituyente en conflicto con estrategias de poder instituido, convirtiéndose así en un actor social visible. Sin embargo, ha sido -por lo menos en el último tiempo- hegemónicamente impotente (y precisamente María Música da cuenta de ello), dado que ha permanecido inscrito en el orden del discurso hegemónico.
El movimiento pingüino, conformado por sujetos nacidos y educados en democracia, representa una de las manifestaciones más evidentes del malestar en la cultura chilena desde el retorno de aquélla. En efecto, la movilización pingüina representa el proceso más relevante que se conozca desde el inicio de la postdictadura chilena en relación a la constitución de un actor social al interior de las prácticas educativas. Gracias a los pingüinos el movimiento estudiantil demostró que puede ser algo más que una formación de masa, y en ello jugó un papel importante el hecho de que su demanda fue esencialmente democrática, en la medida en que se mantuvo a distancia respecto a una posible identificación con otras demandas; es decir, a partir de articularse en función de una lógica de la diferencia respecto a otros sectores políticos, el movimiento pingüino no se identificó con una “demanda populista” que unificara a través de una cadena de equivalencias diferentes demandas provenientes de diversos grupos sociales.
Sin duda el movimiento pingüino fue un efecto político en términos de acontecimiento; fue un acontecimiento porque nadie sabía muy bien qué es lo que se estaba produciendo, y por eso sólo hoy podemos analizarlo en perspectiva. Lo relevante es poder entender dicho acontecimiento como un síntoma de la política actual, un síntoma no de la sociedad en cuanto tal, sino del tipo de lazo social que define el discurso hegemónico.
Ahora bien, la impotencia del movimiento pingüino para cambiar las cosas una vez que el aparato burocrático absorbió su demanda, aplicando la lógica del mismo discurso hegemónico, es la impotencia propia del sujeto histérico. El movimiento pingüino permite pensar en una posible redefinición de las formas tradicionales de ejercer la ciudadanía en el contexto democrático, pero ello no se traduce en un cambio inmediato de las formas de subjetivación ideológica. Mediante la seducción histérica, el movimiento pingüino logró cuestionar el modelo democrático liberal que promueve un modelo de participación ciudadana reducida a la actividad electoral, subvirtiendo así los procedimientos de regulación de los discursos que imponen a los individuos una identificación a ciertos tipos de enunciación prohibiéndoles cualquier otro; logró subvertir la lógica del modelo de gestión, la mediación de los especialistas, y con ello logró subvertir el orden del discurso en cuanto a sus procedimientos de exclusión que prescriben el nivel técnico necesario para participar en él; incluso logró por momentos constituir una identidad popular (sin ser populista) en la medida en que unificó sectores históricamente excluidos con los sectores medios y acomodados; pero esto no implica necesariamente una redefinición de lo político en el marco de la política liberal, sino que más bien la cuestionó, la sancionó, la criticó, pero para que esta finalmente se reafirmara y consolidara, en primera instancia a partir de un “Consejo Asesor Presidencial por
Lo que queda en evidencia luego de ver el documental La revolución de los pingüinos, es que ciertamente estos lograron articular prácticas micropolíticas sofisticadas, a través de las cuales pudieron sobrellevar las estrategias del poder instituido generadas desde los discursos del gobierno, los partidos políticos y la prensa con el fin de absorber, despotenciar o simplemente deslegitimar sus protestas y demandas. Lograron masificarse sin constituir masa, es decir, sin generar la figura de un líder carismático que paralizara y personalizara su movilidad, desmarcándose incluso del paternalismo que quiso adoptar el gobierno frente a ellos, pudiendo sostener así demandas económicas, de infraestructura, de calidad en educación, de cambios constitucionales y administrativos que les permitieron subvertir los procedimientos internos de control, unidad y coherencia de las significaciones del discurso, subvirtiendo así su juego de identidad a través de la proliferación de sus demandas. Pero contrario a lo que se tiende a creer, no por ello se articuló una crítica profunda al discurso hegemónico, cuando en el hecho estaban dadas las condiciones de hacerlo, en la medida en que ocupaban el lugar estructural que define una de las piedras angulares de la reproducción de dicho discurso: la educación, gran eslabón del progreso, significante flotante que regula el orden del discurso. En suma, el movimiento pingüino no pudo escapar a sus condiciones de posibilidad históricas. No se debe caer en la tentación de comprender el movimiento pingüino como acontecimiento fuera del orden del discurso, como una suerte de agente históricamente indeterminado. Las demandas estudiantiles, si bien contienen una crítica potencial al orden económico neoliberal, y también a su soporte técnico (por ejemplo, al querer participar activamente en la reforma de la ley orgánica constitucional de educación, LOCE), y si bien de algún modo intentaron reelaborar los modos tradicionales de acción política, sin embargo, no lograron intervenir sobre las coordenadas culturales del orden ideológico hegemónico.
De todo esto hay una lección muy importante que aprender: hoy el paso más importante es cuestionar las coordenadas ideológico-hegemónicas, y si uno sigue directamente el llamado para actuar, éste será un acto inscrito dentro de tales coordenadas y su metástasis. El movimiento pingüino, con todo lo subversivo que significó, no pudo dejar de actuar en cierta forma la compulsión a la repetición que subyace a las condiciones de la hegemonía. Esto implica una conclusión muy distinta a las ideas sostenidas por los miembros del movimiento estudiantil bajo la consigna de “somos demasiado jóvenes, no podemos esperar más”: de lo que se trata hoy ya no es de reivindicar la famosa XI tesis de Marx. Lo que ha demostrado el fracaso del movimiento estudiantil es todo lo contrario: ya no se trata de cambiar el mundo a partir de un paso irreflexivo y desgastante a la acción, sino que se trata de pensarlo, interpretarlo. El dilema político de nuestra época es si la proliferación de nuevos actores sociales permitirá el surgimiento de voluntades colectivas más fuertes, o se disolverá en nuevos particularismos que el sistema podrá integrar y subordinar fácilmente.
Este diagnóstico no significa que deseche el movimiento secundario. Al contrario, rescato el hecho de que el movimiento nos enseñó que aún persiste el deseo de subversión en la subjetividad contemporánea; y nos enseñó cómo pueden ser leídas las coordenadas de su fracaso. Y es que el fracaso mismo del movimiento es la posibilidad de dar cuenta del retorno de lo reprimido: la educación no puede compensar las desigualdades de la sociedad; el problema es de la estructura social, y su solución no pasa por una parte de ella. Ojalá se pueda instalar ese auténtico “jarrazo” en el centro del debate.
Álvaro
1 comentario:
indignante moral de tartufo en la que importa más la urbanidad de una persona que su humanidad
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