sábado, 31 de mayo de 2008

Mayo del 68, cuarenta años después...


El próximo Martes 3 de Junio a las 14:00 se realizará en el Auditorio Pedro Ortiz de la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad de Chile el Coloquio Evocaciones y renovaciones del pensamiento crítico: Mayo del 68, cuarenta años después, organizado por la Revista Némesis (revista de los estudiantes de Ciencias Sociales de la U. de Chile).

En dicha instancia participarán Manuel Antonio Garretón (Sociólogo, premio nacional de humanidades y ciencias sociales), Horacio Foladori (Psicoanalista, director de la Escuela de psicología grupal y análisis institucional E. Pichón-Riviére) y Pedro Morandé (Sociólogo, decano de la Facultad de Ciencias Sociales UC).

La actividad tendrá lugar en el contexto de la toma de la Facultad. El texto siguiente, documento elaborado por el Comité Editorial de Revista Némesis, corresponde a la exposición que abrirá la jornada. Quedan todos cordialmente invitados.


Evocaciones y renovaciones del pensamiento crítico
Mayo del 68, cuarenta años después...


“Que los residuos de una revolución fracasada se tiren a la basura, no quiere decir sin embargo que ésta haya sido olvidada”.

Michel de Certeau

La toma de la palabra. Así resumía de Certeau aquella creación de un lugar simbólico donde la palabra se libera. Lo sabemos: Mayo del 68 no cambió nada, pero abrió posibilidades. Desde su posición de revista estudiantil, Némesis convoca a problematizar los acontecimientos y secuelas de Mayo del 68 en función de sus distintas dimensiones: política, estético-expresiva, ética.

En su dimensión política, el movimiento social de Mayo de 1968 reactivó –no sólo en Francia- una premisa básica que ha recorrido gran parte del pensamiento social y político del siglo XX, a saber: la toma del poder. Sin embargo, la pregunta por el poder y su conquista no va a remitirse a la clásica discusión marxista sobre las etapas o estrategias que el movimiento obrero debiera seguir en su lucha por acabar con el sistema capitalista e imponer una nueva forma de construcción de la sociedad que asumiera la forma del socialismo, sino más bien como una indeterminada lucha por el derrocamiento total y absoluto tanto de las formas que ha asumido la dominación burguesa (régimen político) como del sistema liberal-capitalista en cuanto discurso y en cuanto modo de producción en su totalidad.

La radicalidad de esta propuesta, que nace tanto del movimiento estudiantil como de las bases de acción obreras, cuestionará, en este sentido, no sólo el poder o su ejercicio en las democracias capitalistas, sino también, y muy profundamente, a los aparatos político- sindicales de la clase obrera, quienes no fueron capaces, en dicho momento, de asignar objetivos intermedios entre un rechazo total al sistema capitalista, basado en la fuerza contingente que había alcanzado el movimiento obrero y los sectores estudiantiles, y la construcción del socialismo como alternativa histórica al derrocamiento del régimen gaullista. De este modo, la indeterminación y espontaneísmo del movimiento de Mayo encontraba su potencia y ahogo en la lucha por el todo o nada, es decir, la toma del poder mediante una insurrección obrera desarticulada, de cierto carácter anarquista, que pasaba con facilidad de demandas inmediatas sobre mejoras salariales hacia el derrocamiento total del capitalismo.

Por cierto, un problema mayor es que, tal como advierte Žižek, en contraste con el discurso y las demandas del 68, a partir de la década del 70’ se configura gradualmente una nueva forma de capitalismo, un capitalismo que, al remplazar la cadena de producción centralizada y jerárquica por un modelo en red, se apropió de la retórica izquierdista de la autogestión de los trabajadores y con ello hizo del lema anticapitalista un insumo más para su reproducción.

En este sentido, cobra relevancia preguntar al presente: si la pregunta por el poder sigue siendo el leit motiv de la política, ¿es posible asumir actualmente la radicalidad del cuestionamiento de Mayo sobre la toma del poder? ¿qué puede rescatar de allí el pensamiento social en torno a nuevas formas de ejercicio del poder y la dominación?. En ese mismo sentido, ¿la indeterminación de Mayo, constituye una clave para pensar la lucha social hoy en día o su fracaso nos alecciona sobre la inutilidad de una acción política inorgánica? O ¿quizá Mayo del 68 no representa más que una visagra del paso de un “espíritu del capitalismo” a otro, una visagra entre un modo de dominación y otro? Dicho de otro modo, ¿qué queda de las condiciones de posibilidad histórica y de las referencias teórico-críticas de Mayo del 68?

Otra dimensión que ha sido incluso mucho más explorada que la dimensión propiamente política es la dimensión estético-expresiva que, según Hopenhayn, ve en los acontecimientos de Mayo el florecimiento de una subjetividad reprimida que encuentra canales hiperexpresivos en cualquier espacio del mundo cotidiano, principalmente en la ciudad y sus calles.

De hecho, Barthes propone que a lo que realmente asistimos en el Mayo parisino es a una toma de la palabra por parte de los estudiantes y las masas obreras. Lo que, como tal, desembocaría en la escritura del movimiento, es decir, lo que queda “es a inventar”, la ruptura escandalosa con el anterior campo simbólico, mutando todo el lenguaje presente. Esta escritura sería principalmente a partir de palabras “salvajes”, inventadas, nuevamente formuladas, encontrando “una alegría de expresión” (por ejemplo, en el graffiti): “prohibido prohibir”, “bajo los adoquines, la playa”, “las estructuras no bajan a la calle”, “la imaginación al poder”, “seamos realistas, pidamos lo imposible”, etc. Ante esta palabra y escritura de Mayo se rindieron multitudes intelectuales, artistas y poetas.

Al mismo tiempo, Mayo constituirá el recordatorio de un mensaje incesantemente repetido: la modernización no trae necesariamente consigo mejor calidad de vida. Lo que muestra el movimiento es que la persona y su personalidad se forjan en un éxtasis compartido con las masas. El posicionamiento de la palabra en la calle, el desafío de construir una nueva vida “más allá del bien y el mal” que la opaca burguesía francesa de posguerra imponía, van a ser los ejes estético-expresivos que los jóvenes estudiantes se animaron a proclamar.

Sin embargo, nuestra pregunta nuevamente se dirige al presente: ¿la aparente estetización de la vida cotidiana y la importancia que ha asumido la configuración de los distintos estilos de vida es embrión de una escenificación de la subjetividad donde los recursos expresivos adquieren vital relevancia o responden más bien a una mercantilización de la vida privada, donde la industria cultural estaría jugando el rol normalizador y cosificador que Adorno y Horkheimer denunciaron hace ya bastantes décadas? O ¿quizá las dos cosas?. ¿Cuál sería actualmente el aburrimiento burgués frente al cual los jóvenes del 68 se rebelaron? ¿el malestar subjetivo encuentra canales receptivos en recursos expresivos?. Asimismo, ¿cómo repensar el problema político asociado a la normalización del potencial crítico de las dimensiones expresivas gestadas en Mayo del 68?.

Por otro lado, y en consonancia con su dimensión ética, Mayo del 68 simboliza un icono del rechazo total a los valores de la sociedad liberal-capitalista avanzada. En efecto, la revuelta de Mayo instala el problema del reconocimiento como categoría central de protesta; punto de ruptura frente a los valores sobre los cuales se había construido la arquitectura del poder. En un país como el nuestro, donde el consenso en torno a una matriz ideológica neoliberal hegemoniza los discursos, ya sea desde la clase política o los medios masivos de comunicación, la pregunta por las prácticas transformadoras de los valores en la vida cotidiana se torna cada vez más relevante.

Finalmente, en esta evocación del grito crítico que representó Mayo del 68, al poner en perspectiva su particularidad, su contingencia, su carácter de verdadero acontecimiento, debemos repensar sus condiciones (actuales) de posibilidad, articulando la reflexión con los avatares del movimiento estudiantil más allá de la nostalgia. Y es que no dejan de resonar las palabras de Lacan, para quien los jóvenes del 68 no eran más que histéricos: “no me parece –decía Lacan- que sea de ningún modo legítimo haber escrito que las estructuras no bajan a la calle, porque si hay algo que demuestran los acontecimientos de mayo es precisamente que las estructuras bajan a la calle (…) no prueba otra cosa sino que, simplemente, lo que muy a menudo es (…) interno a lo que se llama el acto, es que se desconoce a sí mismo”.

Mayo del 68: lugar simbólico que se sale de la estructura para indicar lo que le falta; lugar donde el deseo puede inscribirse y llegar a ser palabra; toma de la palabra -acontecimiento mayor- que abre un espacio necesario para pensar (otra vez) la toma del poder.

Hoy en día todos aceptamos de algún modo la tesis de Fukuyama del “fin de la historia”: el capitalismo liberal-democrático como fórmula definitiva para organizar la sociedad; y creemos que lo único posible es lograr que sea más justa y tolerante. Sin embargo, lo utópico es aceptar ese “fin de la historia”; el único modo de ser verdaderamente realistas es insistir en pedir lo que, al interior de las coordenadas de este sistema, aparece como imposible.

Hoy, cuando ya no resulta tarea fácil resignificar la propia subjetividad con acontecimientos colectivos, no encontramos la playa bajo los adoquines. Pero tomamos la palabra (y también la Facultad). A fin de cuentas, todavía nos queda la revuelta juvenil como reservorio identitario.

Mayo del 68, cuarenta años después…

Comité Editorial Revista Némesis

viernes, 23 de mayo de 2008

Mayo 21: ¿Chile crece contigo?

“Un logro central en estos dos años ha sido instalar el sistema de protección social como verdadero objetivo nacional. Nuestro propósito ha sido sentar las bases de un Estado social y democrático de derecho, que abandona el asistencialismo de las políticas sociales y que asume el enfoque de los derechos de las personas”.

Michelle Bachelet


21 de Mayo. Frente al televisor, junto a Alicia, tratando de sacudirme el sueño y despegar mi cabeza de la almohada, escucho una vez más la consigna que resume el sentido histórico que quiere imprimirle a su gobierno Bachelet: consolidar desde el Estado una plataforma que permita instalar un sistema de protección social.

Mareado ante tanto anuncio, trato de no quedarme dormido, y escucho: bono a pensionados, becas de estudio, computadores, conectividad digital, aumento de recursos públicos para innovación (I+D), más médicos especialistas en los hospitales, píldora disponible a los municipios, subsidio al trabajo, fortalecimiento de Pymes, fortalecimiento de sindicatos, modernización del Estado, proyecto de inscripción electoral voluntaria, elección popular de autoridades regionales, PSU gratuita para estudiantes de colegios públicos y subvencionados, imagen país…¡uf!...etc, etc.

Después de lavarme la cara y despertar un poco, lo primero que logro identificar en el mensaje presidencial es el paradigma de la reconstrucción identitaria del discurso en la política chilena postdictadura: consenso, consenso, consenso. Tal discurso, han dicho por ahí, se sostiene y gira –cual fantasma- alrededor de un trauma fundamental: el de la dictadura, lo que -en términos lacanianos- podría traducirse como un “Real” imposible de simbolizar completamente. Dicho fenómeno ha dado pie a que se sostenga una suerte de “carácter traumático del consenso” en torno al modelo chileno.

Por cierto se trata de una tesis interesante, potente, pero más allá de tal hecho (o quizá en concordancia con él), tanto anuncio, tanta plata suelta por aquí y por allá, tantos millones de dólares a la parrilla (“millones” y “dólares” fueron las palabras que más veces repitió la presidenta en su discurso), posiblemente no vienen a hacer otra cosa más que encubrir una de las principales falencias de la administración política de la Concertación: la capacidad de articular y dotar sentido su proyecto histórico. En efecto, como lo ha argumentado Carlos Peña, la Concertación ha fallado en el esfuerzo por conferir orientación normativa a los procesos de modernización que ha impulsado. Todo bien con la modernización, pero todo mal con la modernidad. En el fondo, ha fallado como proyecto hegemónico cultural, puesto que más bien ha consolidado el heredado desde la dictadura.

Si de lanzar ideas se trata –así como jugando-, es posible sostener que en este contexto se vuelve más necesario que nunca:

1) Posibilitar que el lazo social asuma un significado dotado de sentido en nuestro imaginario colectivo. En otros términos, es necesario conciliar el individualismo creciente (producto de la expansión del consumo) con un sentido de comunidad y cohesión social. Para ello se requiere pensar un modelo de sociedad más allá de la atomización de las acciones dentro del mercado.

2) Superar los niveles vergonzosos e injustificables de desigualdad. Y es que no me cansaré de repetirlo: América Latina es la región más desigual del mundo en términos de distribución de la riqueza, y Chile es una de las sociedades más desiguales dentro de esta región ominosa.

3) Potenciar la cultura sindical en el área del trabajo, necesidad que no va a ser resuelta ni remplazada por la insipidez del management.

4) Avanzar desde una relativa democratización política hacia una verdadera democratización social, promocionando aquello que los gringos llaman –y nosotros balbuceamos- empowerment.

5) Recuperar y fortalecer la capacidad deliberativa del sistema político, desatando las ataduras en que lo envuelve el economicismo y la tecnocracia (es decir, hacer de la política algo más que un mero problema de gestión).

6) Fomentar una campaña nacional que promueva al “perro de Lipigas” como símbolo patrio (“puro calorsh”), de modo de contrarrestar el embate neoliberal de las “gotitas de Gasco” (“calientes con Gasco, eehho”).

A pesar de las críticas que se pueden desplegar, este 21 de Mayo Bachelet tenía una buena carta bajo la manga. El informe de la Comisión Meller (Consejo Asesor Trabajo y Equidad) es un ejemplo a seguir en la generación de políticas públicas en nuestro país. Tal informe demuestra lo alarmante que resultan nuestros niveles de desigualdad, pero lo más importante es que sanciona abiertamente que el funcionamiento libre del mercado no es capaz de solucionar el problema a partir de mínimas correcciones sistémicas. De hecho, el mercado tiende a preservar la distribución regresiva inicial en equidad. Ahora bien, importante es destacar que el informe asume que la igualdad de oportunidades -en tanto existencia de derechos ciudadanos- no es tarea exclusiva del Estado, sino que debe ser complementada con la responsabilidad a nivel individual. Mediante un llamado al fortalecimiento del espacio público, la deliberación ciudadana y la negociación colectiva, el informe Meller erige la distribución de la riqueza, los mayores niveles de igualdad, como condición del crecimiento. Después de tales conclusiones, armoniosas y contundentes, no cabe duda: Pato Meller es un viejo bakán.

Por lo tanto, a partir de los nuevos énfasis discursivos, es posible distinguir que estamos frente al mismo problema que formulara el economista Amartya Sen (el mismo que está detrás de los informes de desarrollo humano del PNUD): cómo incentivar a las personas a que se ayuden a sí mismas a la vez de ayudar a otros, cómo promover la responsabilidad social, partiendo de la base de que las políticas económicas y sociales tienen un efecto directo sobre el bienestar humano y, sobre todo, considerando que pueden existir políticas económicas que tienen efectos positivos dentro de la lógica macroeconómica, pero a su vez tienen efectos negativos desde el punto de vista del bienestar. En este sentido, la noción misma de bienestar, por cuanto es intrínsecamente una noción política-ideológica, debe ser redefinida.

Es en esta dirección que se debe contribuir a superar el vacío slogan concertacionista de “crecimiento con equidad” (que acompaña a tal coalición desde Aylwin en adelante), el cual somete la integración social al crecimiento. Por cierto, el sistema de protección social y su énfasis en el bienestar no significa necesariamente un cambio respecto a la matriz ideológica neoliberal que se instala en Chile desde la dictadura, a partir de la cual se supedita la equidad y el desarrollo al crecimiento: es decir, la equidad como resultado (del “chorreo” decían antes los más ortodoxos) y no como condición de posibilidad. De ahí que estemos ante una lucha política que hay que saber identificar y dar inteligentemente (no como lo han venido haciendo una serie de movimientos sociales, dentro de los cuales incluyo al movimiento estudiantil).

En síntesis, quiero hacer hincapié en que se trata de problemas estructurales que no serán solucionados ni con los bonos, ni con las becas, ni con los computadores, ni con los médicos, ni con la PSU gratuita, ni con la nueva y reluciente imagen país que anunció Bachelet.

Hay un estancamiento del cual la Concertación –me temo- no podrá salir. Es una lástima. Yo voté por la “gordis” con la más ingenua de las esperanzas (sí, confieso). Pero como le gusta repetir a Carlitos Peña, parafraseando a su viejo querido Carlitos Marx, los seres humanos hacen su historia, pero no saben la historia que hacen. A la Concertación le resulta difícil comprender el engendro que ha contribuido a producir, y le resulta difícil precisamente porque lo ha hecho sobre una matriz ideológica que como proyecto histórico no le pertenece. Y es que la ideología -nos lo recuerda Žižek con su noción de “paralaje”- regula las condiciones dentro de las cuales se estructura el registro de lo visible y lo invisible en un contexto histórico.

Este 21 de Mayo fuimos testigos del “paralaje” de Bachelet, su insalvable punto ciego: mucho consenso, mucha maniobra, mucho discurso, mucha buena intención… pero -¡oye, machucao!- ¿desde cuándo Chile crece contigo? - ¡¡Al abordaje muchachos!!

domingo, 4 de mayo de 2008

La biopolítica del día después


Las disciplinas del cuerpo y las regulaciones de la población constituyen los dos polos alrededor de los cuales se desarrolló la organización del poder sobre la vida. El establecimiento, durante la edad clásica, de esa gran tecnología de doble faz (...) caracteriza un poder cuya más alta función no es ya matar sino invadir la vida enteramente. (...) La vieja potencia de la muerte, en la cual se simbolizaba el poder soberano, se halla ahora cuidadosamente recubierta por la administración de los cuerpos y la gestión calculadora de la vida”.

Michel Foucault, Historia de la sexualidad

Nosotros no invocamos argumentos religiosos o filosóficos, sólo jurídicos. (...) la vida humana en Chile comienza con la concepción”.

Jorge Reyes

Hay hechos que sorprenden por su carácter de reveladores antropológicos. Hay hechos que vuelven manifiesto lo que hasta entonces permanecía como latente en la historia. Hay hechos que permiten vislumbrar lo que hay de estructurante en dicha historia, o lo que le subyace en tanto configuración ontológica particular. En pocas palabras: hay hechos que demuestran lo que hay de necesidad en su contingencia.

El abogado de derecha Jorge Reyes, quien por estos días se ha hecho famoso como patrocinador del recurso contra la píldora del día después, ha demostrado en los hechos la particularidad del momento histórico de nuestras sociedades en cuanto al modo en que se configuran las relaciones de poder en su interior. En efecto, los 36 diputados UDI y RN del Tribunal Constitucional no han hecho otra cosa que reafirmar la tesis foucaultiana sobre el devenir biopolítico de la Modernidad occidental.

Dicho de otro modo, detrás del problema de la distribución de la píldora, detrás del debate de si es efectivamente abortiva o no lo es, el tema de fondo es el espacio jurídico que se instala como marco regulador de la vida. Se trata, en suma, de los derechos ‘de’ y ‘sobre’ la vida humana. Y es en torno a los fundamentos de tal fenómeno que debe orientarse en última instancia toda discusión que se pretenda “ontológicamente” seria, por decirlo de un modo rimbombante (y petulantemente irónico).

Al final del primer volumen de su Historia de la Sexualidad, el filósofo francés Michel Foucault escribía que en los umbrales de la vida moderna, la vida natural empieza a ser inscrita progresivamente dentro de los mecanismos y los cálculos del poder estatal. La política, hasta entonces organizada en torno al poder soberano, y más tarde reconfigurada como poder disciplinario, se torna finalmente “biopolítica”.

Así, en la Modernidad la vida pasa a ocupar el centro de la política: la especie y el individuo (el cuerpo viviente) se convierten en el objeto de las estrategias políticas. Es el paso del Estado territorial al Estado de población, esto es, la vida biológica y la salud de la nación como problema específico del poder. De hecho, el desarrollo y la consolidación del capitalismo se vieron impulsados por el control biopolítico a través de la producción de los cuerpos dóciles que le eran necesarios.

En suma, si seguimos a Foucault, la “politización de la vida” constituye el acontecimiento decisivo de la Modernidad. En otras palabras: la politización de la vida es el carácter fundamental de la política moderna. El problema crucial, entonces, es dar cuenta de las técnicas políticas por medio de las cuales el Estado asume e integra el cuidado de la vida natural. Hecho nada menor: el “Leviatán” de Hobbes como cuerpo político de Occidente, lo que supone enfrentarse con el problema de los límites y de la estructura originaria del Estado.

Para el filósofo político italiano Giorgio Agamben, esta estructura biopolítica de la Modernidad explicaría la relación de contigüidad entre democracia y totalitarismo: la instalación de la vida biológica como hecho políticamente decisivo, permite comprender la rapidez con que en el siglo XX las democracias parlamentarias han podido transformarse en Estado totalitarios, y viceversa. Finalmente, lo que estaba en juego era determinar qué forma de organización resultaría más eficaz para asegurar la administración de la vida. Como lo sostiene el mismo Agamben: “Únicamente en un horizonte bio-político se podrá decidir, en rigor, si las categorías sobre las que se ha fundado la política moderna (derecha/izquierda; privado/público; absolutismo/democracia, etc.), y que se han ido difuminando progresivamente, hasta entrar en la actualidad en una auténtica zona de indiferenciación, habrán de ser abandonados definitivamente o tendrán la ocasión de volver a encontrar el significado que habían perdido precisamente en aquel horizonte”.

Por cierto, si bien la discusión entre la Concertación y la Alianza -e incluso al interior de ambas colectividades- resulta de posiciones (en apariencia) antagónicamente irreconciliables, sin embargo, dichas posiciones pueden ser reconducidas a una plataforma política común: la biopolítica. En ambos bandos políticos los argumentos emergen desde una matriz biopolítica común al tener como referente el espacio jurídico sobre el cual se inscribe (y politiza) la vida, con lo cual, tal como lo adelanta Agamben, las distinciones políticas tradicionales entre derecha/izquierda, liberalismo/totalitarismo, privado/público, pierden su claridad y entran en una zona de indiferenciación.

Si hay algo de revelador antropológico (y ontológico) en los argumentos de Jorge Reyes, en el fallo del Tribunal Constitucional, en la irritación quejumbrosa de la ministra de salud, en las marchas de miles de mujeres con pancartas pro y en contra de la píldora, en las respetables exigencias de la liberación de las vaginas… es el hecho de que han develado frente a nuestras narices, y en la proyección pública de nuestras camas, el espacio político de la Modernidad: la vida como objeto central del conflicto político.

Si con alguien me tuviera que quedar –que me perdonen las histéricas feministas y sus vaginas- sería con aquel tipo brillante que escribió a la salida del metro un graffiti con la más sabia de las sentencias que me ha tocado ver entre tanta manifestación pública: “Tribunal constitucional: ¡chúpalo el día después!”.

Álvaro