Según me dicen las noticias, el control sobre el Tíbet se hace posible gracias a grandes proyectos de infraestructura e inversión comercial, acompañados por un proceso de colonización encausado por los chinos Han. De modo que el poder en la región, geopolíticamente relevante por su frontera con la India, reside en los Han, mientras que los tibetanos viven prácticamente recluidos en guetos urbanos, reclamando por su autonomía y por el regreso del Dalai Lama (exiliado en India desde 1959).
La pregunta que surge es acerca de qué tipo de relación existe entre esta ocupación territorial y la China de hoy. Pareciera que la apertura económica liberal emprendida por el Partido Comunista Chino –verdadera dinastía- no deja de tener un marcado aspecto nacionalista. Cuando Deng Xiaoping inició el proceso de apertura, se encargó paralelamente de eliminar todo espacio para la disidencia, enfatizando en un gobierno fuerte que no permita la emergencia de territorios que desafíen a la autoridad central. Así como la profesía marxista decía que el desarrollo de las fuerzas de producción llevaría al progreso social, sólo el Comité Central del Partido Comunista puede conducir el proceso de modernización. Cualquier manifestación de parte de los trabajadores o campesinos, cualquier muestra de malestar popular debe ser sofocada.
China inició su apertura al capitalismo en 1978. De ahí hasta la fecha el país ha venido creciendo a un promedio del 9% anual (nada más lejano a Chile, donde hace diez años que la economía ha tenido un crecimiento promedio inferior al 4% anual). El gobierno chino estima que en el año 2020 el producto nacional bruto (PNB) será cuatro veces más que el actual, mientras que el ingreso per cápita será tres veces superior. Las empresas internacionales están invirtiendo allí más que en cualquier otra parte del mundo, y en los últimos veinte años 250 millones de personas han superado la pobreza; además, se han adoptado medidas legales para garantizar la propiedad privada, lo que asegura mayor estabilidad jurídica al modelo. En síntesis, para el 2030 China será la mayor potencia del mundo (seguida por India y Estados Unidos). Lo curioso es que un 60% de PNB chino está en manos del sector privado, mientras que un 30% es controlado por el Estado y sólo un 10% es administrado colectivamente. A medida que el desarrollo se despliega frenéticamente, la brecha de la desigualdad entre ricos y pobres se amplía, crece el trabajo infantil, los horarios de trabajos caen en la franca explotación y el hacinamiento es cada vez más común entre los millones de trabajadores pobres sin posibilidad de reclamos salariales. En China no hay democracia, ni mucho menos libertad de prensa (todos los diarios son manejados por el Departamento de Propaganda del Partido Comunista).
China: ¿república popular o dictadura? Como lo ha sostenido Andrés Openheimer, la China comunista de hoy es un “capitalismo de Estado”. O sea que China es un país comunista. O sea que China es un país capitalista. ¿Cómo es eso? ¿Es que acaso se puede ser las dos cosas a la vez? Así pues, la emergencia del capitalismo en China (o del “socialismo de mercado”, como prefieren llamarlo) nos obliga a preguntarnos por la ligazón del capitalismo con las democracias liberales: ¿es la democracia política condición natural de la instalación y consolidación del capitalismo?
La China de hoy es ante todo un síntoma del capitalismo. En efecto, China no es una nación autoritaria que vendría a distorsionar el capitalismo puro, sino la evidencia contemporánea de su tradicional modo de desarrollo. De hecho, en los albores de la modernidad capitalista occidental los países europeos distaban de ser democráticos. Las condiciones para el capitalismo fueron creadas y sostenidas por una dictadura del Estado, legalizando expropiaciones y disciplinando lo que llegará a constituir la masa del proletariado. (Basta con leer al historiador Karl Polanyi para desmitificar el credo liberal del laissez-faire y el mercado autorregulado). Es eso lo que se repite -con diferencias históricas, por su puesto- en la China de hoy.
Cual síntoma, China es más que la repetición del pasado occidental: es el retorno de lo reprimido en su historia.
Los valores identificados con la democracia liberal (voto universal, libertad de pensamiento y de prensa, educación pública, abolición del trabajo infantil, etc.) no son productos naturales del capitalismo, como quieren hacernos creer las viejas cuicas de Libertad y Desarrollo o los señoritos bienintencionados del Centro de Estudios Públicos. Al contrario, son el resultado de una lucha continua de parte de las clases populares y medias durante todo el siglo XIX y comienzos del XX. Pareciera que la Revolución China finalmente tropezó con el cinismo conservador: si los países “en vías de desarrollo” son democratizados prematuramente, entonces advendrá en seguida la catástrofe económica y política. No es casualidad que países económicamente exitosos en términos del desarrollo vía apertura comercial (neoliberal) han logrado establecer una democracia sólo después de un período de gobierno autoritario o una dictadura dolorosa (Chile, por ejemplo… si es que acá se puede hablar de verdadera democracia). El uso autoritario del poder estatal asegura a largo plazo el control de los costos sociales y evita el caos (estabilidad institucional de la que tanto nos jactamos los chilenos). Quién se lo iba a imaginar: el “mix” capitalismo-comunismo resulta ser una ventaja para la avanzada China; China se ha desarrollado rápidamente gracias a su régimen autoritario.
Se tiende a pensar que el Maoísmo fracasó. Ironía de la historia: Mao Zedong creó las condiciones ideológicas para un rápido desarrollo capitalista. Carcajada de la historia: el marxismo como condición de posibilidad de la consolidación institucional del capitalismo.
Quizá no haya que hacerse ilusiones respecto a un posible modelo democrático chino al estilo occidental. O quizá los tibetanos logren finalmente adorar al Dalai Lama en su tierra. Sin embargo, el problema medular es otro y mucho más global. Como nos advierte Žižek, lo más preocupante de todo es que la China de hoy no es simplemente un resto del pasado occidental (una suerte de retorno de lo reprimido de su historia), sino el signo de nuestro futuro. No sea que para el 2030 seamos todos tibetanos.
Álvaro