miércoles, 6 de junio de 2007

Réquiem, o el duelo y su sombra

Yo vuelvo el rostro hacia la pérdida. Escucha, en mí hace eco este Réquiem:

Mi ser melancólico añora el bien perdido. Y todo vuelve a la memoria nublado por el llanto, todo vuelve y rueda al vacío y un obscuro temor me queda como rastro y vierto el llanto sobre los despojos, el llanto del niño que lavará el desierto.”


Lo digo otra vez: yo vuelvo el rostro hacia la pérdida. Y sin embargo, no se me escapa la lucidez. Lo sé, cada vez que enfrentamos una pérdida se reviven los duelos del pasado. Lo más penoso de todo esto es que siempre que somos afectados por una pérdida queremos tomarle el peso a algo que nos aplasta: cuán responsables hemos sido de la pérdida.

Yo vuelvo el rostro hacia el duelo. Pero aún no aprendo a hacerme cargo, a sacudir blasfemias. Soy un pendejo perdido entre tantas fiebres. Por eso estuve leyendo al viejo Freud. Viejo maricón que me cagó la ingenuidad. Me veo obligado a reconocer que tanta estupidez me tiene acorralado. Me veo obligado a volver el rostro hacia el duelo y su plegaria infatigable: el duelo es la reacción frente a la pérdida de una persona amada. Por eso su plegaria tiende a coincidir con la melancolía, espacio que se quiebra en una herida.

La melancolía se singulariza en un suelo despoblado, en una suspensión del interés por el mundo, en la inhibición de toda productividad y en el derrumbe del sentimiento de sí que se deshace en autoflagelaciones: delirante expectativa de castigo. Cual azote repentino, se extiende la autocrítica al pasado: “nunca fue mejor”. Este es el mismo cuadro mal pintado del duelo. Hay una pérdida del interés por el horizonte en todo lo que no recuerde al muerto, fatiga respecto de cualquier clima que no reconduzca a la memoria del muerto. En la melancolía el objeto tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor y nos hace un nudo en la garganta: incontestable. Y puede suceder que no comprendamos lo que hemos perdido, que todo esto sea una tumba abierta.

Rompe las ligaduras de este Réquiem:

Aquí me hallo tan solo, las manos terriblemente juntas, como culebras asidas y todo se agranda en torno mío. ¿Acaso he de huir? No es tiempo de huir, sino de leer los signos”.


En la queja del melancólico hay autocastigos, paradojas sangrantes que evidencian reproches contra un objeto de amor. Soy desmesurado: hay una profunda agresividad que debe ser canalizada de algún modo. Todo lo denigrante que el melancólico dice de sí mismo en el fondo lo dice de otro. La pérdida del objeto de amor, el baile sobre el sepulcro, es la ocasión privilegiada para que salga a la luz la ambivalencia de los vínculos. En la puta melancolía se enfrenta en el escenario del inconsciente el odio y el amor; el acontecimiento de pérdida arrastra un desengaño que envuelve al vínculo en una oposición entre amor y odio o endurece una ambivalencia preexistente. Mientras agoniza la voz, el conflicto de ambivalencia empuja al duelo a alcoholizarse en los autorreproches: uno mismo es culpable de la pérdida, uno la quiso. Este automartirio melancólico es gozoso, se acompaña de la satisfacción de tendencias sádicas que recaen sobre un objeto y se vuelven hacia uno mismo. Este sadismo revela el enigma de la inclinación al suicidio de los más valientes.

Quebranto físico, debilidad, inferioridad: la congoja ocupa un lugar privilegiado entre los temores. Insensato a medias. En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al “yo” mismo. Insensato todo. La melancolía es un duelo patológico. Su detalle más notable e incómodo es su tendencia a volverse una manía, donde el yo vence a la pérdida de objeto, al duelo por la pérdida, hasta al objeto mismo, y entonces queda disponible ese ardor que el sufrimiento dolido había atraído sobre sí.

Yo no tengo paciencia ni tampoco lenguaje preciso, pero tengo el grito naufragante. Mientras más inesperada es la pérdida, mayor será la reacción regresiva. Nos inundamos de angustia ya que no podemos ligar la pérdida a ningún significado…no hemos tenido tiempo, la palabra se escapa e ironiza. Mientras más inesperada la pérdida, más persecución, agresión y destrucción…más difícil se hace el duelo.

Yo vuelvo el rostro hacia los senderos de mi vértigo. En el duelo se produce una identificación del yo con el objeto resignado: la sombra del objeto cae sobre el yo, la pérdida del objeto deviene una pérdida del yo. Vértigo de sombra en sombra. ¡Cresta! Ese viejo maricón ya anunciaba la orquesta trágica: el yo es la historia de identificaciones con objetos perdidos; somos lo que hemos perdido en nuestra historia con los otros. Eterna mueca, incesante incorporación por vía de la devoración: simbólicamente nos comemos a los otros. Te comí, te como, te comeré: retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo.

Los vocablos se van quedando sin aliento. Hay algo de nosotros mismos que se va con el objeto perdido.

Escapa a este Réquiem:

Nosotros los hijos vamos entrando tan solos en la muerte y una nube nos envuelve y separa uno del otro y un madero seco se lleva la corriente”.


Así como en la borrachera alcohólica se cancela por vía tóxica la represión psíquica, en el melancólico hay una franqueza que se complace en el desnudamiento cruel de sí mismo: ya no hay vergüenza en presencia de los otros. Por eso resucito las botellas.

Yo vuelvo el rostro hacia el desierto de la muerte. Entonces lo reconozco: mi vida comienza con un duelo no vivido, es la historia de ese duelo eternamente desplazado. Mi vida es la historia de un vivir para siempre con el fantasma de un duelo no elaborado, es la historia de temores insuperables. He creado un gran personaje: el padre muerto. Quizá por eso la idea del parricidio me persigue con su acento de lejanía familiar.

El verdadero rezo no debe ser “Padre nuestro que estás en los cielos”, sino más bien “Padre muerto que estás en mis sueños”. Enterremos al padre que nos tiene saturados. El duelo es mi suelo y mi escalera personal; allí arrastro a todas mis imágenes.

En mí, pesimismo y escepticismo crónico y generalizado. Sentimiento de incomprensión. Pulsión de muerte. Mi amigo Altazor, voyageur de todos los espacios y todos los secretos, me dice siempre al oído: “La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer”. Sí, la vida entera es una caída irreconciliable.

Tengo excedentes de sentimientos que vienen de otros viajes. Para comprender de dónde proviene ese excedente emocional de amenaza destructiva que surge a raíz de la pérdida y que nos conduce a una ciega melancolía, debemos explorar el pasado, especialmente en la agónica relación con nuestros padres.

Escupe este Réquiem:

Yo soy, pues, yo mismo, jamás del todo crecido y tantos años confinado en esta tierra y contrito todo el tiempo, sujeto por los cabellos sobre el abismo como cualquier hijo de otros hijos, pero únicamente hijo de ti”.


- Mamá

- ¿Qué?

- ¿Puedo tener hijos?

- ¿……..?

- (Estalla el llanto)

La separación es un duelo, y son estos duelos y la elaboración que hagamos de ellos los que van a aparecer cuando perdamos a un ser querido. Si las separaciones vividas en el pasado no fueron valientemente elaboradas, con una alta ebullición agresiva no resuelta, el mismo cuadro tenderá a repetirse cuando lo reactivemos a raíz de un nuevo duelo. Se genera un escenario persecutorio que declara una conducta destructiva y la atracción del sepulcro.

Sufro de una forma de ansiedad que está amarrada al daño que he inflingido a otro: sufro de una culpa en la retina. A partir de esa melodía, la desaparición del ser querido ya no se siente como un robo, sino como el resultado del propio odio. Siento una responsabilidad íntima en la desaparición del otro, como si la desaparición fuera consecuencia de mi propia voracidad y posesividad. Por la reactivación de mis fantasías infantiles, experimento la desaparición del otro como ocasionada por mi propio odio y por el tallado de mis recuerdos. Sumido en la angustia y el dolor, afiebrado, trato de evitar el compromiso que significa reparar, huyo a relaciones que entierren ese dolor: anhelo sustancias excitantes o anestesiantes de la angustia…me emborracho…o me alieno en proyectos que me hagan sentir poderoso, invencible, pero por sobre todo, insensible. Soy omnipotente, mi frivolidad me dice que estoy a un paso de la megalomanía….y vomito.

Desangra este Réquiem:

“Si quiero rescatarme.

Si quiero iluminar esta tristeza.

(…)

tengo que excavar hondo

hasta mis huesos

tengo que excavar hondo en el pasado

(…)

Pero no sólo eso.

Tendré que excavar hondo en el futuro

Y buscar otra vez la verdad

Con mis manos que tendrán otras manos

Que tampoco serán ya las mismas

pues tendrán otras manos.”


Un duelo elaborado supone reconocer el odio y la persecución que me llevan a la destrucción y al daño; demanda reconocer que el otro que amo es el mismo al que acuchillo.

Olvida este Réquiem:

He de aprender a invocarte, a interpretar tus ecos. (Si no pude decir adiós es porque el adiós no existe entre nosotros)”.


Crucifijo indiscutible: nunca se obtendrá el perdón.

Arquitectura fúnebre del Réquiem:

Y heme aquí solo, como el pequeño huérfano de los naufragios anónimos”.




Infinita tristeza…

Álvaro

1 comentario:

Angel Jimenez Molina dijo...

Hola Alvarito:

Me encontr'e con estos versos de Parra:


"Y en las noches de luna imaginaria
sueña con la mujer imaginaria
que le brindó su amor imaginario
vuelve a sentir ese mismo dolor
ese mismo placer imaginario".

Nicanor Parra, "El Hombre Imaginario"


Un beso,
Angel.