(Al Dr. Silvio Bruzzone, gran conversador y cinéfilo que amaba las películas de Kubrick)
“Esta soledad de cara al fantasma es una prueba mayor de la experiencia cinematográfica. El cine tenía necesidad de ser inventado para colmar un cierto deseo de relación con los fantasmas. El sueño precedió su invención. (…) Uno va a hacerse analizar al cine, dejando aparecer y hablar a todos sus espectros.”
Jacques Derrida
Un fantasma recorre el cine: necesitamos más ficción para (sobre)vivir lo real. Cada día me convenzo más de la realidad de este hecho. La semana pasada fuimos con Alicia al festival de cine Sanfic y vimos una película verdaderamente sublime: En la ciudad de Sylvia, del catalán José Luis Guerín. El día anterior habíamos visto la recientemente estrenada La buena vida, del chileno Andrés Wood, y la verdad es que la distancia entre la sutileza de Guerín y el efectismo de Wood opaca a este último. De todos modos ambas películas nos gustaron, pero lo que más nos llamó la atención es que al parecer los chilenos van cada vez más al cine. Creo que una conclusión posible es que estamos lejos de una crisis de la representación –en contraste con los alardes de un cierto discurso posmoderno-, sino que al contrario, estamos cada vez más cerca de una establecida función referencial de las imágenes en la vida de las personas.
El siglo XX quedará en la retina histórica como el siglo de las imágenes. No por casualidad el siglo comienza con la publicación de La interpretación de los sueños, donde a partir de una teoría de las representaciones, de los desplazamientos y las condensaciones, Freud elaboró –sin saberlo- todo un tratado de estética cinematográfica. La cómplice contemporaneidad entre cinematografía y psicoanálisis, descrita ya por Walter Benjamin, reside en el carácter de su visión y la percepción del detalle: agrandar un detalle es lo propio de la cámara y del análisis. Agrandando el detalle (la toma de un rostro, un objeto…un lapsus, un sueño) se cambia la percepción de la cosa misma, se accede a otro espacio, a un tiempo heterogéneo, a una “otra escena”.
Ahora bien, en la historia occidental –desde Platón en adelante- existe una desconfianza hacia la imagen. Es curioso que hoy, en el momento en que esa imagen adquiere mayor virtualidad, se de una aproximación más transparente y menos desconfiada. En efecto, con la ficción cinematográfica se desarrolla un fenómeno de creencia que es sostenido por la representación. Los nostálgicos de la pintura privilegian la abstracción de la forma por sobre su función de representación. Con el cuadro Las Meninas, Velásquez hace entrar en crisis a la noción clásica de representación, puesto que la imagen (el cuadro mismo) muestra aquello que no es visible por un sujeto trascendental centrado; es más, muestra cómo el acto mismo de representar no puede ser representado. Sin embargo, después de las películas de Godard podemos estar de acuerdo con lo primero (el sujeto frente a la imagen se ha descentrado), pero ya no es tan claro lo segundo (los límites de recursividad de la imagen y su representación). La imagen cinematográfica siempre desborda el concepto, puesto que es pura materialidad en movimiento. Lo que no puede ser pensado bajo la forma del concepto aparece en la “síntesis disyuntiva” de la imagen. En otras palabras, el cine es el simulacro absoluto.
Por otro lado, en la interpretación de la imagen siempre hay algo de fantasmático. El cine, arte popular par excellence, es el arte de las apariencias y las fantasías, es capaz de decirnos cómo la realidad misma se constituye como una construcción simbólica (y, al mismo tiempo, da cuenta de las fallas inherentes al universo socio-simbólico). La experiencia cinematográfica –decía Derrida- pertenece a la espectralidad, se pone en contacto con un trabajo del inconsciente. Y es allí precisamente donde aparece lo ominoso que perturba nuestra frágil tranquilidad cotidiana (como en las películas de Hitchcock o Lynch).
El cine abre un nuevo régimen de la creencia, hace aparecer nuestros espectros inconscientes. Cada uno proyecta algo íntimo sobre la pantalla, pero todos estos fantasmas personales se cruzan en una representación colectiva. El cine es el arte de las masas, pero también el de la singularidad. Si bien en la sala de cine cada espectador está solo, ensimismado en un goce narcisista que deshace el lazo social, se vuelve a reconstruirlo en un nuevo espacio colectivo, una comunidad de representaciones colectivas que a través del montaje cinematográfico abre una narrativa con materialidad particular: la pura imagen, la imagen pura; técnica de apariciones ligada a un mercado mundial de miradas.
El cine es nuestro Solaris, aquel lugar que no deja de hacer emerger nuestros fantasmas (como en el filme de Tarkovsky). Quizá por ello en estos días tanta gente repleta las salas de cine o simplemente detiene el tiempo cotidiano y sus rutinas con una película. No cabe duda: uno va a hacerse (psico)analizar al cine. Es impresionante ver cómo el mundo comienza a hacer del cine una caja de herramientas.