“Vivimos en la ciudad más fea del mundo por culpa exclusiva de los arquitectos.
Pienso que si viniera un terremoto, afortunadamente ese sería el principio de búsqueda de un arreglo a todo esto”.
Luciano Kulczewski
Lloviznaba. Íbamos saliendo del metro en dirección al cine El Biógrafo. Caminando por el barrio que rodea al parque forestal, Ella, hace unos años estudiante de arquitectura, me hablaba de la “museificación” de los edificios y espacios públicos. Me decía que le encantaba el barrio Lastarria, ese barrio que nació por la nostalgia afrancesada de la aristocracia criolla. Lo curioso es que íbamos a ver Paris, je t’aime, que finalmente resultó ser una buena película. Salimos conformes. Luego fuimos a tomarnos una botella de vino en uno de esos locales semi-cuicos de Lastarria (de esa onda media “alternativa y cultural”, como ironiza Ella). Comentamos la película, los pasajes que nos habían gustado y desdoblado. Ella me contaba de su estadía en Europa, de su visita a París junto a algunas amigas. Yo le contaba de mi odio a Santiago, de mi estilo errante, que no pienso seguir el resto de mi vida aquí, que amo el Sur de Chile, que quiero largarme a Roma, París o Barcelona, todos ellos lugares que conozco sólo por películas o literatura…le contaba que quiero virarme a un lugar donde “pasen cosas”. Mientras los argentinos tienen Buenos Aires (y a las mujeres porteñas), nosotros tenemos Valparaíso (y a los “choros” del puerto)…pero ¿y Santiago qué? Santiago nada, compadre…aquí no hay nada.
Cuando ya nos retirábamos para tomar la micro hacia su casa, le dije a Ella que no podíamos irnos sin ver una maravilla que me tiene loco desde hace tiempo, una casa que yo había “museificado” desde que me tropecé con ella en una de mis tantas caminatas “rayuelescas” por el lado de allá (¿encontraría a la Maga?). En Santiago pocas obras arquitectónicas valen la pena, no hay sentido de lo bello, salvo por un arquitecto de exquisita delicadeza: Luciano Kulczewski, cuya obra se despliega fundamentalmente entre los años ’30 y ’40.
Hoy es un hecho lamentable que el paisaje no constituya un fondo sobre el cual pueda pensarse la integración y difusión del objeto arquitectónico. Lo que salta a la vista es una radical des-solación (falta de suelo) que coloca a tales objetos en no-lugares, no-paisajes. Las construcciones contemporáneas –y eso es deprimente en Santiago- no están conectadas a un lugar. El hombre contemporáneo ya no habita en la ciudad, es un apátrida al carecer de morada, de habitar. La experiencia metropolitana es una experiencia que se hace no desde el habitar, sino desde la deshabitación. La desolación es la raíz de la condición metropolitana: el hombre metropolitano es la experiencia de una ausencia. Y me incluyo.
Lo que me hiere es que tal condición viene a radicalizar la experiencia occidental de la existencia: la experiencia del exilio. La existencia lleva el peso de la insistencia del “estar fuera de”; la “ex-sistencia” (eso que con mucha cuática Heidegger llamaba “Dasein”) ya sólo es ese “ex”. El “ex” (del exilio, de la existencia) es el lugar de toda relación consigo mismo, es la propiedad de lo propio. Pero si lo propio es el exilio, podemos pensar esta relación de propiedad como “asilo”, de modo que el asilo es el exilio como propio. Pensar el exilio como asilo (ásylos) es pensar el lugar en donde no podemos ser expropiados: lugar del cuerpo, lugar del lenguaje, lugar del estar-con-otro. Pero el estar con otro sólo es posible bajo el abrigo del habitar. El habitar nos hace más llevadera la condición de exiliados; el habitar es el ásylos particular del estar con otro.
En esta puta ciudad de Santiago, se filtra en el campo arquitectónico una dificultad para articular el mundo de lo visual. Es como si la arquitectura se encontrara en la necesidad de construir sobre el aire, en el vacío, sin referencia absoluta. Sin embargo, este hecho no ha sido escandaloso (todavía…y quizás nunca), puesto que la experiencia estética no se encuentra en el centro del sistema de referencias, sino que más bien ocupa una posición periférica. La experiencia estética contemporánea no tiene nada de normativa: no se constituye como un sistema desde el cual sea posible deducir la organización de lo real. ¡Si hasta parece un mal chiste que cuando se habla de “creativos” se denota a los publicistas! Llega a ser asqueroso. Tal vez con Ella yo estaba evitando esa aproximación fragmentaria y periférica a lo estético. Su belleza resulta ser un escape que, paradójicamente, me tiene acorralado.
Ese tal Kulczewski le devuelve el aliento al verbo habitar. Pero Kulczewski no es Santiago, es otra parte que todavía hay que descubrir. Su arquitectura requiere de una lectura superpuesta de la realidad tectónica al ser un sistema entrecruzado de lenguajes. Es un rescate de la temporalidad del espacio, se produce un entrelazamiento de diversidad de tiempos. Este es un fenómeno que lo distingue de la arquitectura clásica y tradicional, en donde el tiempo está simplemente reducido a cero o a ser un tiempo controlado en su orden de expansión. El tiempo en la obra de Kulczewski es un tiempo-fractal, fracturado, desplazado, dentro del cual resulta complejo recurrir a un tiempo único para poder reconstruir la experiencia. Se asemeja al tiempo cubista y dadaísta. No es el tiempo del “Kronos” (tiempo del presente), sino el tiempo del “Aión” (o tiempo del azar ramificado). En la conceptualidad temporal de la arquitectura de Kulczewski se develan ciertos pliegues que conviven dentro de la obra misma: elementos escultóricos (gárgolas, figuras zoomorfas), de cerrajería (delicadeza en las rejas en forma de tela de araña, manillas, hasta la firma personal), ornamentales (jarrones y jardineras acoplados a la construcción, columnas pequeñas, curvatura de ventanas, ojiva neogótica) y los propiamente arquitectónicos (ruptura violenta de la simetría). Los pliegues del cuerpo arquitectónico de estas obras son el trazado de una multiplicidad que a veces no deja de ser laberíntica, en donde los materiales representan una textura, una musculatura, porosa, esponjosa. Materia-pliegue (como la morfología en la pintura de Hantaï), materia-tiempo (como el vértigo en la pintura de Matta): elasticidad de los cuerpos en su dilatación, punto de exilio (como la tensión capilar en la pintura de Bacon). Curvatura, inflexión (como en la pintura de Klee): el pliegue del espacio, la inflexión, es el lugar de una cosmogénesis descentrada…es la proyección de un ombligo: el ombligo es nuestro propio pliegue y punto de exilio (un secreto: me encanta el ombligo de Ella).
En Santiago –lo digo con tristeza- la arquitectura está infestada de sedentarismo. En cambio, un fenómeno original de la tarea creativa de Kulczewski es la condición esquizoide de la superficie arquitectónica que construye. No hay una organización de la realidad tectónica basada en una sucesión ordenada del tiempo; hay grietas, raspaduras, superficies y hendiduras que se dislocan en la experiencia espacial: heterotopía irónica. No universo arquitectónico, sino “multiverso” (del orden n-1). La noción de espacio como categoría propia de la arquitectura es una noción moderna. En Mies van der Rohe, Duchamp, Picasso, el espacio no se concibe como un dato inicial, un punto fijo, sino que, al contrario, surge de la proposición creativa. El espacio es algo espaciado, un “spatium”, un lugar donde se dislocan, se distorsionan, se descomponen, se deconstruyen y se desplazan las cosas. La arquitectura de Kulczewski es nómade y siempre en fuga: desterritorializa, hace delirar a la arquitectura. Kulczewski es Mallarmé topologizado. Por eso nunca abolirá el azar. Su arquitectura posee una composición rizomática, traza un plano de composición a-centrado en donde las figuras estéticas se ramifican por la superficie en todos los sentidos: es un “caosmos”. Pero lamentablemente Kulczewski no es Santiago.
El arte traza un plano de composición, traza un plano sobre el caos, se propone crear un finito que devuelva lo infinito…lucha con el caos para hacerlo sensible. Santiago simplemente se niega a esa sensibilidad. Por eso roguemos, todos juntos, por un terremoto. Santiago es puro desasosiego. En pocas palabras: Santiago es feo. Si hasta la canción de “Los prisioneros” hace sentido: ¿por qué no me voy del país? No lo sé, por lo menos la gente es buena onda. Pero la cosa es con Santiago. Santiago me irrita. Miro desde el balcón y no logro ver más allá de 200 metros. Y en estos días de lluvia, cuando es posible un mirar más despejado, sólo se ve una ciudad acéfala, carente de personalidad. Por suerte escapo la mirada hacia la cordillera. Está claro, soy uno de los tantos santiaguinos re jodidos. Santiago tiende a des-habitar, a des-singularizar, a la des-identidad de sus habitantes. Todavía recuerdo el asombro que me provocó ver caminando por Buenos Aires grandes carteles de publicidad que decían: “Actitud Bs” (¡actitud Buenos Aires!). ¿Alguien se imagina carteles diciendo “Actitud Santiago”? Sería la actitud del estrés, de la inseguridad social: la actitud de la carencia de actitud, justamente (como si sólo fuera una cuestión de actitud). ¿Es verdaderamente Santiago una ciudad? ¿O acaso es un pastiche de nostalgias por lo que nunca fue ni será?
En fin, después de la película yo estaba en condiciones de decir “Santiago, je ne t’aime pas”. Sin embargo, siempre hay espacio para que algo suceda. Y más aún si se está junto a Ella. Por un momento sentí que respiraba la ciudad y salía de su monotonía estupidizante. Viví mi pequeño terremoto. Luego me ví reconstruyendo todo a través de los ojos de Ella. Me sentí como en un cuento de Cortázar (claro que ni en Buenos Aires ni en París…pero sí frente a un Kulczewski). Me sentí como “Dos en la ciudad”, esa cancioncita de Fito que tiene algo de ese “qué se yo” que no cesa de recordarme a Ella (si hasta parecía resonar un bandoneón a lo Piazzolla).
Me sentí asilado en mi exilio: en el cuerpo de Ella, en el lenguaje de Ella, en el estar con Ella. Y allí Ella me abrió su boca como la libertad. Era de noche, las nubes grises sobre el barrio Lastarria, el aire frío y húmedo que un viento mal intencionado tiraba contra nuestras caras. Hay que reinventarse en el presente, pensé. Fuimos Ella y yo dos en la ciudad. Me quedé mirándola con los ojos llorosos como si empezara a reconocerla. Sólo faltó que Ella me preguntara si alguna vez fui tan feliz. No lo sé. Sólo rogaba para que ese día no terminara nunca. No quería parar esa noche de exilio compartido.
Al final de la película, una típica turista gringa, en una escena que representa el exilio mismo en su banalidad cotidiana, dice en un francés mal pronunciado: “me sentí sola…sentí una mezcla entre felicidad y tristeza...entonces me di cuenta que yo amaba París…y que París me amaba a mí”.
Al final de esa noche, después de haber estado junto a Ella más de 30 horas, después de esa hipnosis de miradas junto a un vino, después de ver un Kulczewski abrazándola, después de reinventarme junto a Ella, me sentí exiliado (fuera de mí), sentí una mezcla entre felicidad y tristeza…y entonces me di cuenta de que yo iba a enamorarme de Ella…y que quizás Ella se iba a enamorar de mí.
Álvaro