domingo, 24 de junio de 2007

Santiago, je ne t'aime pas (noche de exilio compartido)

“Vivimos en la ciudad más fea del mundo por culpa exclusiva de los arquitectos.
Pienso que si viniera un terremoto, afortunadamente ese sería el principio de búsqueda de un arreglo a todo esto”.

Luciano Kulczewski


Lloviznaba. Íbamos saliendo del metro en dirección al cine El Biógrafo. Caminando por el barrio que rodea al parque forestal, Ella, hace unos años estudiante de arquitectura, me hablaba de la “museificación” de los edificios y espacios públicos. Me decía que le encantaba el barrio Lastarria, ese barrio que nació por la nostalgia afrancesada de la aristocracia criolla. Lo curioso es que íbamos a ver Paris, je t’aime, que finalmente resultó ser una buena película. Salimos conformes. Luego fuimos a tomarnos una botella de vino en uno de esos locales semi-cuicos de Lastarria (de esa onda media “alternativa y cultural”, como ironiza Ella). Comentamos la película, los pasajes que nos habían gustado y desdoblado. Ella me contaba de su estadía en Europa, de su visita a París junto a algunas amigas. Yo le contaba de mi odio a Santiago, de mi estilo errante, que no pienso seguir el resto de mi vida aquí, que amo el Sur de Chile, que quiero largarme a Roma, París o Barcelona, todos ellos lugares que conozco sólo por películas o literatura…le contaba que quiero virarme a un lugar donde “pasen cosas”. Mientras los argentinos tienen Buenos Aires (y a las mujeres porteñas), nosotros tenemos Valparaíso (y a los “choros” del puerto)…pero ¿y Santiago qué? Santiago nada, compadre…aquí no hay nada.

Cuando ya nos retirábamos para tomar la micro hacia su casa, le dije a Ella que no podíamos irnos sin ver una maravilla que me tiene loco desde hace tiempo, una casa que yo había “museificado” desde que me tropecé con ella en una de mis tantas caminatas “rayuelescas” por el lado de allá (¿encontraría a la Maga?). En Santiago pocas obras arquitectónicas valen la pena, no hay sentido de lo bello, salvo por un arquitecto de exquisita delicadeza: Luciano Kulczewski, cuya obra se despliega fundamentalmente entre los años ’30 y ’40.

Hoy es un hecho lamentable que el paisaje no constituya un fondo sobre el cual pueda pensarse la integración y difusión del objeto arquitectónico. Lo que salta a la vista es una radical des-solación (falta de suelo) que coloca a tales objetos en no-lugares, no-paisajes. Las construcciones contemporáneas –y eso es deprimente en Santiago- no están conectadas a un lugar. El hombre contemporáneo ya no habita en la ciudad, es un apátrida al carecer de morada, de habitar. La experiencia metropolitana es una experiencia que se hace no desde el habitar, sino desde la deshabitación. La desolación es la raíz de la condición metropolitana: el hombre metropolitano es la experiencia de una ausencia. Y me incluyo.

Lo que me hiere es que tal condición viene a radicalizar la experiencia occidental de la existencia: la experiencia del exilio. La existencia lleva el peso de la insistencia del “estar fuera de”; la “ex-sistencia” (eso que con mucha cuática Heidegger llamaba “Dasein”) ya sólo es ese “ex”. El “ex” (del exilio, de la existencia) es el lugar de toda relación consigo mismo, es la propiedad de lo propio. Pero si lo propio es el exilio, podemos pensar esta relación de propiedad como “asilo”, de modo que el asilo es el exilio como propio. Pensar el exilio como asilo (ásylos) es pensar el lugar en donde no podemos ser expropiados: lugar del cuerpo, lugar del lenguaje, lugar del estar-con-otro. Pero el estar con otro sólo es posible bajo el abrigo del habitar. El habitar nos hace más llevadera la condición de exiliados; el habitar es el ásylos particular del estar con otro.

En esta puta ciudad de Santiago, se filtra en el campo arquitectónico una dificultad para articular el mundo de lo visual. Es como si la arquitectura se encontrara en la necesidad de construir sobre el aire, en el vacío, sin referencia absoluta. Sin embargo, este hecho no ha sido escandaloso (todavía…y quizás nunca), puesto que la experiencia estética no se encuentra en el centro del sistema de referencias, sino que más bien ocupa una posición periférica. La experiencia estética contemporánea no tiene nada de normativa: no se constituye como un sistema desde el cual sea posible deducir la organización de lo real. ¡Si hasta parece un mal chiste que cuando se habla de “creativos” se denota a los publicistas! Llega a ser asqueroso. Tal vez con Ella yo estaba evitando esa aproximación fragmentaria y periférica a lo estético. Su belleza resulta ser un escape que, paradójicamente, me tiene acorralado.

Ese tal Kulczewski le devuelve el aliento al verbo habitar. Pero Kulczewski no es Santiago, es otra parte que todavía hay que descubrir. Su arquitectura requiere de una lectura superpuesta de la realidad tectónica al ser un sistema entrecruzado de lenguajes. Es un rescate de la temporalidad del espacio, se produce un entrelazamiento de diversidad de tiempos. Este es un fenómeno que lo distingue de la arquitectura clásica y tradicional, en donde el tiempo está simplemente reducido a cero o a ser un tiempo controlado en su orden de expansión. El tiempo en la obra de Kulczewski es un tiempo-fractal, fracturado, desplazado, dentro del cual resulta complejo recurrir a un tiempo único para poder reconstruir la experiencia. Se asemeja al tiempo cubista y dadaísta. No es el tiempo del “Kronos” (tiempo del presente), sino el tiempo del “Aión” (o tiempo del azar ramificado). En la conceptualidad temporal de la arquitectura de Kulczewski se develan ciertos pliegues que conviven dentro de la obra misma: elementos escultóricos (gárgolas, figuras zoomorfas), de cerrajería (delicadeza en las rejas en forma de tela de araña, manillas, hasta la firma personal), ornamentales (jarrones y jardineras acoplados a la construcción, columnas pequeñas, curvatura de ventanas, ojiva neogótica) y los propiamente arquitectónicos (ruptura violenta de la simetría). Los pliegues del cuerpo arquitectónico de estas obras son el trazado de una multiplicidad que a veces no deja de ser laberíntica, en donde los materiales representan una textura, una musculatura, porosa, esponjosa. Materia-pliegue (como la morfología en la pintura de Hantaï), materia-tiempo (como el vértigo en la pintura de Matta): elasticidad de los cuerpos en su dilatación, punto de exilio (como la tensión capilar en la pintura de Bacon). Curvatura, inflexión (como en la pintura de Klee): el pliegue del espacio, la inflexión, es el lugar de una cosmogénesis descentrada…es la proyección de un ombligo: el ombligo es nuestro propio pliegue y punto de exilio (un secreto: me encanta el ombligo de Ella).

En Santiago –lo digo con tristeza- la arquitectura está infestada de sedentarismo. En cambio, un fenómeno original de la tarea creativa de Kulczewski es la condición esquizoide de la superficie arquitectónica que construye. No hay una organización de la realidad tectónica basada en una sucesión ordenada del tiempo; hay grietas, raspaduras, superficies y hendiduras que se dislocan en la experiencia espacial: heterotopía irónica. No universo arquitectónico, sino “multiverso” (del orden n-1). La noción de espacio como categoría propia de la arquitectura es una noción moderna. En Mies van der Rohe, Duchamp, Picasso, el espacio no se concibe como un dato inicial, un punto fijo, sino que, al contrario, surge de la proposición creativa. El espacio es algo espaciado, un “spatium”, un lugar donde se dislocan, se distorsionan, se descomponen, se deconstruyen y se desplazan las cosas. La arquitectura de Kulczewski es nómade y siempre en fuga: desterritorializa, hace delirar a la arquitectura. Kulczewski es Mallarmé topologizado. Por eso nunca abolirá el azar. Su arquitectura posee una composición rizomática, traza un plano de composición a-centrado en donde las figuras estéticas se ramifican por la superficie en todos los sentidos: es un “caosmos”. Pero lamentablemente Kulczewski no es Santiago.

El arte traza un plano de composición, traza un plano sobre el caos, se propone crear un finito que devuelva lo infinito…lucha con el caos para hacerlo sensible. Santiago simplemente se niega a esa sensibilidad. Por eso roguemos, todos juntos, por un terremoto. Santiago es puro desasosiego. En pocas palabras: Santiago es feo. Si hasta la canción de “Los prisioneros” hace sentido: ¿por qué no me voy del país? No lo sé, por lo menos la gente es buena onda. Pero la cosa es con Santiago. Santiago me irrita. Miro desde el balcón y no logro ver más allá de 200 metros. Y en estos días de lluvia, cuando es posible un mirar más despejado, sólo se ve una ciudad acéfala, carente de personalidad. Por suerte escapo la mirada hacia la cordillera. Está claro, soy uno de los tantos santiaguinos re jodidos. Santiago tiende a des-habitar, a des-singularizar, a la des-identidad de sus habitantes. Todavía recuerdo el asombro que me provocó ver caminando por Buenos Aires grandes carteles de publicidad que decían: “Actitud Bs” (¡actitud Buenos Aires!). ¿Alguien se imagina carteles diciendo “Actitud Santiago”? Sería la actitud del estrés, de la inseguridad social: la actitud de la carencia de actitud, justamente (como si sólo fuera una cuestión de actitud). ¿Es verdaderamente Santiago una ciudad? ¿O acaso es un pastiche de nostalgias por lo que nunca fue ni será?

En fin, después de la película yo estaba en condiciones de decir “Santiago, je ne t’aime pas”. Sin embargo, siempre hay espacio para que algo suceda. Y más aún si se está junto a Ella. Por un momento sentí que respiraba la ciudad y salía de su monotonía estupidizante. Viví mi pequeño terremoto. Luego me ví reconstruyendo todo a través de los ojos de Ella. Me sentí como en un cuento de Cortázar (claro que ni en Buenos Aires ni en París…pero sí frente a un Kulczewski). Me sentí como “Dos en la ciudad”, esa cancioncita de Fito que tiene algo de ese “qué se yo” que no cesa de recordarme a Ella (si hasta parecía resonar un bandoneón a lo Piazzolla).

Me sentí asilado en mi exilio: en el cuerpo de Ella, en el lenguaje de Ella, en el estar con Ella. Y allí Ella me abrió su boca como la libertad. Era de noche, las nubes grises sobre el barrio Lastarria, el aire frío y húmedo que un viento mal intencionado tiraba contra nuestras caras. Hay que reinventarse en el presente, pensé. Fuimos Ella y yo dos en la ciudad. Me quedé mirándola con los ojos llorosos como si empezara a reconocerla. Sólo faltó que Ella me preguntara si alguna vez fui tan feliz. No lo sé. Sólo rogaba para que ese día no terminara nunca. No quería parar esa noche de exilio compartido.

Al final de la película, una típica turista gringa, en una escena que representa el exilio mismo en su banalidad cotidiana, dice en un francés mal pronunciado: “me sentí sola…sentí una mezcla entre felicidad y tristeza...entonces me di cuenta que yo amaba París…y que París me amaba a mí”.

Al final de esa noche, después de haber estado junto a Ella más de 30 horas, después de esa hipnosis de miradas junto a un vino, después de ver un Kulczewski abrazándola, después de reinventarme junto a Ella, me sentí exiliado (fuera de mí), sentí una mezcla entre felicidad y tristeza…y entonces me di cuenta de que yo iba a enamorarme de Ella…y que quizás Ella se iba a enamorar de mí.


Álvaro

miércoles, 6 de junio de 2007

Réquiem, o el duelo y su sombra

Yo vuelvo el rostro hacia la pérdida. Escucha, en mí hace eco este Réquiem:

Mi ser melancólico añora el bien perdido. Y todo vuelve a la memoria nublado por el llanto, todo vuelve y rueda al vacío y un obscuro temor me queda como rastro y vierto el llanto sobre los despojos, el llanto del niño que lavará el desierto.”


Lo digo otra vez: yo vuelvo el rostro hacia la pérdida. Y sin embargo, no se me escapa la lucidez. Lo sé, cada vez que enfrentamos una pérdida se reviven los duelos del pasado. Lo más penoso de todo esto es que siempre que somos afectados por una pérdida queremos tomarle el peso a algo que nos aplasta: cuán responsables hemos sido de la pérdida.

Yo vuelvo el rostro hacia el duelo. Pero aún no aprendo a hacerme cargo, a sacudir blasfemias. Soy un pendejo perdido entre tantas fiebres. Por eso estuve leyendo al viejo Freud. Viejo maricón que me cagó la ingenuidad. Me veo obligado a reconocer que tanta estupidez me tiene acorralado. Me veo obligado a volver el rostro hacia el duelo y su plegaria infatigable: el duelo es la reacción frente a la pérdida de una persona amada. Por eso su plegaria tiende a coincidir con la melancolía, espacio que se quiebra en una herida.

La melancolía se singulariza en un suelo despoblado, en una suspensión del interés por el mundo, en la inhibición de toda productividad y en el derrumbe del sentimiento de sí que se deshace en autoflagelaciones: delirante expectativa de castigo. Cual azote repentino, se extiende la autocrítica al pasado: “nunca fue mejor”. Este es el mismo cuadro mal pintado del duelo. Hay una pérdida del interés por el horizonte en todo lo que no recuerde al muerto, fatiga respecto de cualquier clima que no reconduzca a la memoria del muerto. En la melancolía el objeto tal vez no está realmente muerto, pero se perdió como objeto de amor y nos hace un nudo en la garganta: incontestable. Y puede suceder que no comprendamos lo que hemos perdido, que todo esto sea una tumba abierta.

Rompe las ligaduras de este Réquiem:

Aquí me hallo tan solo, las manos terriblemente juntas, como culebras asidas y todo se agranda en torno mío. ¿Acaso he de huir? No es tiempo de huir, sino de leer los signos”.


En la queja del melancólico hay autocastigos, paradojas sangrantes que evidencian reproches contra un objeto de amor. Soy desmesurado: hay una profunda agresividad que debe ser canalizada de algún modo. Todo lo denigrante que el melancólico dice de sí mismo en el fondo lo dice de otro. La pérdida del objeto de amor, el baile sobre el sepulcro, es la ocasión privilegiada para que salga a la luz la ambivalencia de los vínculos. En la puta melancolía se enfrenta en el escenario del inconsciente el odio y el amor; el acontecimiento de pérdida arrastra un desengaño que envuelve al vínculo en una oposición entre amor y odio o endurece una ambivalencia preexistente. Mientras agoniza la voz, el conflicto de ambivalencia empuja al duelo a alcoholizarse en los autorreproches: uno mismo es culpable de la pérdida, uno la quiso. Este automartirio melancólico es gozoso, se acompaña de la satisfacción de tendencias sádicas que recaen sobre un objeto y se vuelven hacia uno mismo. Este sadismo revela el enigma de la inclinación al suicidio de los más valientes.

Quebranto físico, debilidad, inferioridad: la congoja ocupa un lugar privilegiado entre los temores. Insensato a medias. En el duelo, el mundo se ha hecho pobre y vacío; en la melancolía, eso le ocurre al “yo” mismo. Insensato todo. La melancolía es un duelo patológico. Su detalle más notable e incómodo es su tendencia a volverse una manía, donde el yo vence a la pérdida de objeto, al duelo por la pérdida, hasta al objeto mismo, y entonces queda disponible ese ardor que el sufrimiento dolido había atraído sobre sí.

Yo no tengo paciencia ni tampoco lenguaje preciso, pero tengo el grito naufragante. Mientras más inesperada es la pérdida, mayor será la reacción regresiva. Nos inundamos de angustia ya que no podemos ligar la pérdida a ningún significado…no hemos tenido tiempo, la palabra se escapa e ironiza. Mientras más inesperada la pérdida, más persecución, agresión y destrucción…más difícil se hace el duelo.

Yo vuelvo el rostro hacia los senderos de mi vértigo. En el duelo se produce una identificación del yo con el objeto resignado: la sombra del objeto cae sobre el yo, la pérdida del objeto deviene una pérdida del yo. Vértigo de sombra en sombra. ¡Cresta! Ese viejo maricón ya anunciaba la orquesta trágica: el yo es la historia de identificaciones con objetos perdidos; somos lo que hemos perdido en nuestra historia con los otros. Eterna mueca, incesante incorporación por vía de la devoración: simbólicamente nos comemos a los otros. Te comí, te como, te comeré: retención del objeto por vía de una psicosis alucinatoria de deseo.

Los vocablos se van quedando sin aliento. Hay algo de nosotros mismos que se va con el objeto perdido.

Escapa a este Réquiem:

Nosotros los hijos vamos entrando tan solos en la muerte y una nube nos envuelve y separa uno del otro y un madero seco se lleva la corriente”.


Así como en la borrachera alcohólica se cancela por vía tóxica la represión psíquica, en el melancólico hay una franqueza que se complace en el desnudamiento cruel de sí mismo: ya no hay vergüenza en presencia de los otros. Por eso resucito las botellas.

Yo vuelvo el rostro hacia el desierto de la muerte. Entonces lo reconozco: mi vida comienza con un duelo no vivido, es la historia de ese duelo eternamente desplazado. Mi vida es la historia de un vivir para siempre con el fantasma de un duelo no elaborado, es la historia de temores insuperables. He creado un gran personaje: el padre muerto. Quizá por eso la idea del parricidio me persigue con su acento de lejanía familiar.

El verdadero rezo no debe ser “Padre nuestro que estás en los cielos”, sino más bien “Padre muerto que estás en mis sueños”. Enterremos al padre que nos tiene saturados. El duelo es mi suelo y mi escalera personal; allí arrastro a todas mis imágenes.

En mí, pesimismo y escepticismo crónico y generalizado. Sentimiento de incomprensión. Pulsión de muerte. Mi amigo Altazor, voyageur de todos los espacios y todos los secretos, me dice siempre al oído: “La vida es un viaje en paracaídas y no lo que tú quieres creer”. Sí, la vida entera es una caída irreconciliable.

Tengo excedentes de sentimientos que vienen de otros viajes. Para comprender de dónde proviene ese excedente emocional de amenaza destructiva que surge a raíz de la pérdida y que nos conduce a una ciega melancolía, debemos explorar el pasado, especialmente en la agónica relación con nuestros padres.

Escupe este Réquiem:

Yo soy, pues, yo mismo, jamás del todo crecido y tantos años confinado en esta tierra y contrito todo el tiempo, sujeto por los cabellos sobre el abismo como cualquier hijo de otros hijos, pero únicamente hijo de ti”.


- Mamá

- ¿Qué?

- ¿Puedo tener hijos?

- ¿……..?

- (Estalla el llanto)

La separación es un duelo, y son estos duelos y la elaboración que hagamos de ellos los que van a aparecer cuando perdamos a un ser querido. Si las separaciones vividas en el pasado no fueron valientemente elaboradas, con una alta ebullición agresiva no resuelta, el mismo cuadro tenderá a repetirse cuando lo reactivemos a raíz de un nuevo duelo. Se genera un escenario persecutorio que declara una conducta destructiva y la atracción del sepulcro.

Sufro de una forma de ansiedad que está amarrada al daño que he inflingido a otro: sufro de una culpa en la retina. A partir de esa melodía, la desaparición del ser querido ya no se siente como un robo, sino como el resultado del propio odio. Siento una responsabilidad íntima en la desaparición del otro, como si la desaparición fuera consecuencia de mi propia voracidad y posesividad. Por la reactivación de mis fantasías infantiles, experimento la desaparición del otro como ocasionada por mi propio odio y por el tallado de mis recuerdos. Sumido en la angustia y el dolor, afiebrado, trato de evitar el compromiso que significa reparar, huyo a relaciones que entierren ese dolor: anhelo sustancias excitantes o anestesiantes de la angustia…me emborracho…o me alieno en proyectos que me hagan sentir poderoso, invencible, pero por sobre todo, insensible. Soy omnipotente, mi frivolidad me dice que estoy a un paso de la megalomanía….y vomito.

Desangra este Réquiem:

“Si quiero rescatarme.

Si quiero iluminar esta tristeza.

(…)

tengo que excavar hondo

hasta mis huesos

tengo que excavar hondo en el pasado

(…)

Pero no sólo eso.

Tendré que excavar hondo en el futuro

Y buscar otra vez la verdad

Con mis manos que tendrán otras manos

Que tampoco serán ya las mismas

pues tendrán otras manos.”


Un duelo elaborado supone reconocer el odio y la persecución que me llevan a la destrucción y al daño; demanda reconocer que el otro que amo es el mismo al que acuchillo.

Olvida este Réquiem:

He de aprender a invocarte, a interpretar tus ecos. (Si no pude decir adiós es porque el adiós no existe entre nosotros)”.


Crucifijo indiscutible: nunca se obtendrá el perdón.

Arquitectura fúnebre del Réquiem:

Y heme aquí solo, como el pequeño huérfano de los naufragios anónimos”.




Infinita tristeza…

Álvaro