“Nos educaron para atrás padre
Bien preparados, sin imaginación
Y malos para la cama.
Nos metieron mucho Concilio de Trento
Mucho catecismo litúrgico”
El Gallinero. Diego Maquieira.
Ayer desperté temprano (y sin caña…Dios me libre!) para escuchar junto a mi vieja el discurso presidencial de “la” Bachelet. Al final, y al observar a mi querida vieja, decidí adoptar la mirada escéptica propia de las madres. Después de todo, qué duda cabe, la mamita es la mamita y sabe lo que hace.
Lo que vimos ayer fue a una Bachelet pronunciando un discurso que buscaba aminorar los errores políticos de su administración a través de una serie de anuncios relativos al gasto público. La reafirmación de la red de protección social aparece nuevamente como pivote del gobierno ante tanta demanda oficialista (de “díscolos” como el señor Ominami que pedían coherencia política entre la agenda presidencial y la política fiscal). Sin duda, el anuncio más relevante fue el que nos comunicó acerca de la flexibilización de la regla fiscal de superávit estructural que implica una rebaja desde el 1% al 0,5% del PIB, lo que inyectará alrededor de US$ 750 millones extras al presupuesto. No deja de ser importante el hecho de que este anuncio se vio forzado por razones políticas y sociales, lo cual nos obliga a no olvidar –por suerte- que se gobierna en base a criterios políticos, no sólo técnico-económicos. De hecho el “gurú” de los economistas concertacionistas, Eduardo Engel, había declarado días antes que la meta de 1% de superávit estructural no se justifica en el contexto actual y que el uso de recursos es una decisión política (no técnica). Bien por Engel, Dios lo guarde en su Santo Reino.
Finalmente nuestro pintoso ministro de Hacienda cedió a abrir la billetera, pero –cómo no- bajo condiciones claras: inyección de dineros en educación y aumento de la inversión de las AFP en el exterior. Así, habría una inversión adicional en educación de US$ 650 millones, lo que implica que el presupuesto del próximo año superará los US$ 5.000 (8% del PIB). Asimismo, se establece un aumento del 15% de la subvención mínima para 3 millones de escolares y un aumento de la subvención para niños en mayor riesgo social. Un día antes el agudo Carlos Peña no se equivocaba al citar tangencialmente al viejo Marx: “de cada cual según su capacidad, a cada cual según su necesidad”. Otro anuncio destacable en esta área corresponde a la discusión del proyecto de ley que crea la Superintendencia de Educación que fiscalizará los recursos públicos. Por cierto, las debilidades estructurales del gobierno –y sus “síntomas” manifiestos como crisis políticas- no desaparecerán con estos anuncios. La oposición, en su afán de “desalojar” a la Concertación, enfatizó que los problemas del gobierno son problemas de gestión. Es un hecho que el mero incremento de recursos no mejora por sí sola la gestión, es sólo un requisito; pero el problema de la Concertación –y de la política en general- no se reduce a un mero problema de gestión (si así fuera, algunos de mis mejores amigos se quedarían sin pega).
A propósito de esto, usando como excusa todo esto, quisiera decir algunas cosas respecto a educación (siempre desde la mirada escéptica propia de las madres…y de la mía por sobre todo). Y es que no quiero quedar fuera de moda, desfasado de lo que “la está llevando too el rato” como tema de opinión.
Es sabido que durante la década de los ‘80 en Chile se lleva a cabo un verdadero experimento educativo, el cual consistía fundamentalmente en la aplicación de los principios neoliberales básicos a las políticas educacionales. Ello se tradujo en un sistema generalizado de subsidios estatales portables (“vouchers”) para los alumnos del sistema escolar. Se trataría de una reforma administrativa basada en un nuevo modelo de gestión del sistema educativo (municipalización) que descentralizó el control formal de los servicios públicos. De este modo se generaría una competencia de mercado entre las instituciones escolares y habría un traspaso de recursos y atribuciones del Estado a lo privado. La consecuencia de ello es por todos conocida: pauperización del trabajo docente, disminución del gasto público en educación, inequidad en los resultados educativos. En suma, crisis de la educación pública. Los objetivos sociales e igualitarios de la educación se situaron en un segundo plano (las consideraciones económicas fueron más determinantes).
Durante la década de los ’90 el Estado intentaría promocionar políticas de equidad y calidad a partir de un aumento del gasto público en educación, pero sin perturbar mayoritariamente los sustentos esenciales del sistema escolar. El sistema de mercado educacional heredado del gobierno militar en Chile continuó influyendo en la política educacional a lo largo de los ‘90 más que en cualquier otro país en América Latina (ya me imagino a Milton Friedman cantando “…y verás como quieren en Chile, al amigo cuando es forastero”). El punto crítico es que todo ello conduce a una inequidad del sistema educativo en donde la calidad parece estar reservada para quien pueda pagarla y, al mismo tiempo, a una segmentación social de los establecimientos que generan una oferta educativa diferenciada para cada estrato de la sociedad.
Es la propia estructura del sistema educativo y su reduccionismo economicista lo que marca las limitaciones concretas del alcance de la reforma educativa. Por cierto, como lo hemos estado visualizando desde el año pasado, tratar de reestructurar el sistema de financiamiento escolar produciría una fractura en el equilibrio entre derecha e izquierda que formó parte implícita del acuerdo que restableció el orden democrático. Eso que Jocelyn-Holt llamó el “transar sin parar”. Es el mismo “modelo de gestión” del sistema educativo –que se impuso a los actores educativos en dictadura y democracia- el que hace muy difícil el éxito de las iniciativas de mejora. Por lo tanto, ni la calidad ni la equidad se han mejorado, se ha desmantelado la función de la escuela como institución de cohesión e integración social al generar establecimientos diferentes para cada sector social. En tal sentido, se hace necesario transformar los pilares del sistema: financiamiento del sistema y modelo de gestión. Una reciente publicación a cargo de J.J. Bruner y Carlos Peña parece abocarse al tema, sometiéndolo a la deliberación de la opinión pública (si es que existe tal cosa aquí en Chile).
Es por todos compartido que la educación ha de contribuir a compensar las desigualdades de origen social. Durante los ’90 se da una renovada confianza en el poder de la educación y en el desarrollo de los recursos humanos para el progreso de un país, lo que se materializó en la búsqueda de la calidad educativa a partir de la utilización con mayor eficiencia de los recursos públicos. La internacionalización de la economía y la creciente competencia entre los países condujo a recuperar la importancia de la formación como factor decisivo para el desarrollo y el progreso (a mi hermano le gusta llamar a esto “sociedad del conocimiento”). Las dificultades económicas condujeron a asociar el significado de la calidad con la mejor gestión de los recursos.
Es en este contexto que se constituyen tres ideologías fundamentales en educación, en tanto que conjunto de creencias que sostienen una visión sobre las funciones de la educación y sus relaciones con el conjunto de la sociedad: 1) Ideología liberal (incorporar al funcionamiento del sistema educativo las reglas del mercado); 2) Ideología igualitarista (necesidad de planificar y regular el sistema educativo a través de la intervención de los poderes públicos); 3) Ideología pluralista (rechazo de la extensión de las reglas del mercado a los bienes educativos, pero incorporando la autonomía y variedad de oferta educativa). El discurso de la Bachelet pareciera estar apuntando hacia este último orden ideológico. En Chile han coexistido dos políticas de reformas ideológicamente en conflicto: 1) los mercados educacionales con competencia y administración privada proporcionan eficiencia y rendimiento escolar; 2) el gobierno central debe intervenir en el sistema educacional para asegurar una mayor equidad. El problema fundamental reside en que la educación chilena está influenciada por una ideología que le da una importancia indebida a los mecanismos de mercado para mejorar la enseñanza. El problema no es de un cierto “modelo de gestión”… ¡es una cuestión ideológica!.
No hay que ser ciegos ante hechos irrefutables: los resultados de los alumnos están influidos por su nivel inicial, dependen de sus condiciones socioculturales y familiares. La evidencia muestra que los mejores resultados obtenidos por los establecimientos particulares subvencionados respecto de los municipales en SIMCE y PSU no tienen que ver con la calidad de la educación que imparten, sino con la capacidad que tienen para seleccionar sus alumnos. La variabilidad en los resultados escolares obtenidos por los alumnos depende en un porcentaje minoritario de lo que ocurre al interior de las escuelas (no más de un 30%), y en un porcentaje mayoritario de variables extra escolares como el origen socioeconómico, cultural y familiar de los niños (en un 70% y más). En este sentido, pruebas como el SIMCE no están dando cuenta realmente de la calidad de la educación, sino más bien del status sociocultural de los estudiantes, con lo que se fomenta la segmentación del sistema escolar. Ello parece haber sido comprendido por la presidenta en su discurso al referirse, por un lado, al fin del lucro en educación y, por otro, al fin de la selección: “¿Es propio de una ética integradora que con recursos públicos se excluya a parte de nuestros niños, especialmente a los más vulnerables?” (Bachelet). Ante esto no hay acuerdo entre derecha e izquierda. Hace unos días he quedado perplejo al escuchar a un Lavín defendiendo los intereses del Instituto Nacional (símbolo de la meritocracia chilena, de la clase media progresista…pero por sobre todo, mi querido colegio). Quién se lo iba a imaginar, la vida te da sorpresas.
Es un hecho que los países con mejores resultados en educación son aquellos que presentan menores índices de desigualdad social y mayores niveles de heterogeneidad sociocultural al interior de sus escuelas. Desde mediados del siglo pasado una de las ideas dominantes ha sido que la educación es un factor trascendente en la igualación tanto de oportunidades como de resultados económicos y sociales. Una igualdad en la distribución de educación en la población debería producir mayor distribución en la igualdad de ingresos; sin embargo, la distribución de recursos en los últimos veinte años fue más desigual. ¿Cómo se explica esto? La distribución de recursos no sólo depende de la inversión en el capital humano (años de educación). Puede suceder entonces que aun cuando la distribución de los años de educación en la población favorece la igualdad, la distribución de recursos puede continuar siendo más desigual. Dicho de otro modo, una estructura groseramente desigual en lo económico-social hace muy difícil usar una parte de aquella estructura (v.gr. el sistema educativo) para hacer la estructura más equitativa. No hay que perder la visión de totalidad (como lo hace la “política sin política”).
Por cierto, es importante que aquellos que he llamado anteriormente “neopositivistas políticos” entiendan que no se puede imponer a través de criterios técnicos las bases de cambio en los procesos educativos, dado que lo realmente importante para los objetivos de cambio son las aptitudes, la creatividad y la acción comprometida: crear capital social (“empoderamiento” para usar una parole démodé). Ojo, los profesores no son técnicos. El modelo de gestión debe ser capaz de comprender que la educación aparece como bisagra para compatibilizar grandes aspiraciones de la Modernidad (sí, con mayúscula): 1) producción de recursos humanos; 2) construcción de ciudadanos; 3) desarrollo de sujetos autónomos. Componentes instrumentales, políticos (¡ideológicos!) y éticos que marcan la educación para la vida moderna; componentes hoy en día organizados a partir de las funcionalidades respecto al sistema social occidental neoliberal. En este sentido, se debe enfatizar que el sistema educacional trata de cumplir dentro del sistema social tres funciones generales que responden a requerimientos de tres sistemas articuladores de la realidad social y a tres formas de alienación (¡ideológica!): 1) Tecno-económico (alienar en las necesidades de la economía y su lógica de acumulación del capital, legitimándola); 2) Socio-político (alienar en el orden social democrático, legitimándolo); 3) Cultural-ideológico (alienar en la herencia cultural, legitimándola). Quizás por deformación intelectual (mucha Escuela de Frankfurt hace mal), a mí me interesa acentuar por sobre todo este último registro ideológico.
El vínculo social representa un patrimonio de conocimientos y hábitos, de experiencias prácticas y disposiciones mentales que una sociedad acumula, reproduce y transforma a lo largo de generaciones: el “capital social” de un país. Se debe asumir que los procesos que se dan en el ámbito de la educación están en relación con el contexto social, político y económico como totalidad. Se debe asumir entonces el hecho de que las contradicciones, conflictos, malestares y síntomas propios del sistema social chileno forman parte constitutiva de su sistema educacional. El individuo autónomo y racional en tanto ideal de sujeto sigue siendo el fundamento de la democracia liberal y de la convivencia diaria. Sin embargo, el discurso prevaleciente sobre el individuo resulta abstracto. El énfasis en el individuo como unidad de la vida social no ha sido acompañado por una reflexión acerca del proceso real de individuación y “subjetivación”. Y tal proceso real acontece de manera fundamental en las instituciones educativas. Los problemas que se presentan en la sociedad chilena actual, y que en principio deberían verse reflejados en sus instituciones escolares y en su sistema educacional como un todo, tienen que ver con las dificultades de acoger y procesar la subjetividad, la cual no es una materia prima anterior a la vida social, sino una construcción cultural. Más que una crisis de la subjetividad, lo que hay hoy en día es una crisis de la subjetivación (me pregunto qué hubiera dicho Norbert Lechner desde su posición inclasificable de analista de la sociedad chilena).
Ya no se trata de la cultura modelada por la educación, sino de la educación interpelada desde la cultura por el dinamismo de las identidades en la convivencia, por el dinamismo de las subjetividades. Interpelada en tanto ideología. No se trata de racionalizar la educación sólo en función de criterios de eficacia. Hay que rescatar la experiencia práctica de quienes trabajan a diario en educación y conocen los problemas reales (lo que aquí en Chile no se ha visto). Hay que fortalecer la organización y la participación de los actores educativos, de la comunidad (la “revolución pingüina” lo hizo evidente). Hay que librar a la educación -y a la política toda- de la supuesta experticia de gestión y de los neopositivistas políticos. Hay que salvar a la subjetividad de la técnica.
Si algo he aprendido del escepticismo de mi vieja, es que hay que revolver el gallinero…